Pareciera que a nadie le queda ninguna duda, que hay pleno y unánime acuerdo en la sensatez del refrán que reza que LA UNIÓN HACE LA FUERZA y en que, por el contrario, la división obstaculiza o impide lograr los intereses y objetivos de los grupos sociales: Divide et impera, era la máxima que guio las triunfales conquistas de Julio César y el mecanismo para evitar disturbios y rebeliones en la antigua Roma.
Lo universal de la idea de la unidad sólo se explica porque es producto de la experiencia humana más ancestral, porque es incluso condición para la existencia de la propia humanidad. No podía ser de otra manera, pues desde sus orígenes los seres humanos sólo pudieron sobrevivir en un medio profundamente hostil gracias a su acción colectiva; únicamente así pudieron defenderse de enormes bestias feroces, de las inclemencias del tiempo y procurarse el alimento, cazando, por ejemplo, animales gigantescos como los mamuts. Algo imposible para un cazador aislado.
Millones de años compartiendo el techo, el alimento, defendiéndose los unos a los otros, conviviendo en una gran y única familia permitieron al hombre existir y desarrollarse hasta comprender mejor las leyes de la naturaleza y con ello ser capaces de producir armas de caza, herramientas, viviendas y medios de transporte que elevaron la potencia y productividad de su trabajo, con lo que fue posible la producción de bienes que superaban los límites de lo indispensable, apenas alcanzado con los viejos instrumentos de trabajo.
Surgió así un excedente que pudo ser acaparado por una parte de la sociedad, la acumulación de riqueza por parte de quienes dirigían las tribus. Debe subrayarse, empero, que incluso en las sociedades divididas en clases, en las formaciones sociales donde ha imperado la más brutal explotación y abuso de una minoría privilegiada sobre la mayoría laborante, nunca ha dejado de manifestarse la superioridad del trabajo colectivo, la superioridad de la cooperación entre los trabajadores, lo que permitió desde la construcción de maravillas como la Muralla China o las pirámides de Guiza, hasta la productividad nunca antes imaginada que ha alcanzado el trabajo humano en la era moderna. De una y mil maneras han buscado desterrar de la mente de los pueblos, los poderosos y los intelectuales a su servicio, la idea de la cooperación.
Desde Thomas Hobbes que divulgó en el siglo XVII la locución atribuida a Plauto, Homo homini lupus, señalando que el egoísmo es algo innato a la naturaleza humana, hasta La riqueza de las naciones, en la que Adam Smith sostuvo al siglo siguiente que el individuo puede alcanzar el éxito y la felicidad no sólo aislado, sino francamente enfrentado con el resto de los seres humanos, en una competencia en la que se desarrollan sus capacidades, con lo que la lucha entre unos y otros provoca, inevitablemente, el progreso de la sociedad completa pues el desarrollo de los más aptos incrementa a tal grado su riqueza que la derraman sobre el resto de la sociedad, como un vaso que se desborda una vez lleno.
La teoría de Smith, el liberalismo, tuvo su obligada adecuación a los tiempos modernos ante la aparición ya no del fantasma del comunismo, como le llamarán Marx y Engels en su célebre Manifiesto, sino del en su momento pujante desarrollo de la Unión Soviética que con su prestigio creciente se convirtió en una amenaza cada vez más temible para el capitalismo depredador, en la teoría del neoliberalismo desarrollada por los teóricos de la escuela económica austriaca, Friedrich Hayek y Ludwig von Misses y otros como George Stigler, Karl Popper y Milton Friedmann. Renovaron las ilusiones de que la riqueza “gotearía” hacia los de abajo y de que el capitalismo premia el esfuerzo personal y deja en el fondo de la pirámide social a los más flojos, tontos y viciosos.
Nuestra realidad demuestra la falsedad de todas esas teorías: no hay tal goteo ni vasos que desparramen riquezas, los vasos de los poderosos no tienen, como dice el pueblo, llenadera, no se hartan jamás. Es indispensable superar el individualismo imperante, tan negativo para los intereses de los más humildes, de la inmensa mayoría de los mexicanos que perciben menos de tres salarios mínimos, los trabajadores peor pagados entre los países miembros de la OCDE a pesar de ser los que más horas trabajan a la semana.
Tomar conciencia de que la fuerza del pueblo está por un lado en que de sus manos sale toda la riqueza producida, pero también en que su número le da posibilidad de determinar el rumbo de la nación, no sólo de elegir a quienes lo habrán de gobernar cada cierto tiempo (papel al que se le ha limitado en la falsa democracia que vivimos), sino de construir un nuevo modelo económico y político diferente al actual generador de desigualdad, corrupción, inseguridad, miseria y toda suerte de males sociales.
Ignacio Acosta Montes
Coordinador en el estado y la zona noroeste
del Movimiento Antorchista
Correo: ignacio.acostam@mail.com