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jueves, octubre 3, 2024
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¿Quién?

Encontraron un chamaco muerto flotando boca abajo en algún canal hediondo. Luego descubrieron a otro desmadejado entre las arboledas. El tercero pegado a la cerca de un estacionamiento. Como los demás, tenía señales de porrazos y violación. Así, localizaron cuerpecitos y más cuerpecitos durante marzo del 81 en Atlanta. Según la policía 28 asesinados. Pero en la calle no creyeron en ese conteo oficial. “Fueron más de 60”. Aparte de la cantidad algo extraordinario: ningún joven. Todos niños de color y residentes en barrios humildes. Fue cuando Atlanta tuvo su primer alcalde negro. La obcecada muina de los blancos era parte del racismo enquistado. Todo mundo tanteó, esos fueron los ingredientes para alentar a los perversos cometer tanto crimen. Venganza. Coraje. Era harto sabido. Pero nadie aceptó hablar con la policía. Los blancos por gusto y los negros por miedo.

Los detectives dirigidos por rubios buscaron victimarios y motivos con ganas de no encontrar nada. La razón de su desidia no necesitaba un letrero para identificarla. Pero ante la presión de la prensa, de pronto arrestaron al joven Wayne Williams. Negro larguirucho, así como para basquetbol, nariz achatada, pelo afro y no más de 30 años. Fue indudablemente martirizado y obligado a declarar asesino y violador de dos niños. Le inventaron todo. Hasta trastornado mental sin dictamen médico. Y dieron a entender que era el autor de todos los crímenes. Nada más no se los achacaron porque eran demasiados para una sola persona. Y aparte, suponiendo sin conceder que así fuera, de hecho hubiera puesto en ridículo a la policía por incapacidad. La prensa, también dirigida por blancos, se volcó en calificativos despectivos y “puso de su cosecha” para agregar culpabilidad al detenido. Por eso cuando el joven fue llevado a la Corte, el jurado no pensó dos veces, lo mandó derechito a prisión y para toda la vida.

Pero como hubo un gran escándalo, de todos modos fue nombrado un fiscal especial. Resultó peor que Chapa Bezanilla en el caso Colosio. Coordinó 14 grupos de policías. Le auxiliaron comandancias de cinco condados donde aparecieron los cadáveres. De pilón hasta llegó el FBI. Hubo tanta participación que al final de cuentas cada quien jaló para su lado y aquello terminó en un desbarajuste. Tantos en la tarea y no encontraron el mínimo rastro de otros asesinos. Eso sí, mucho alboroto. Torrente de noticias.

Diez años después, dos periodistas de la revista “Spin” de Chicago recibieron información privilegiada del caso. Les llamó la atención. La estudiaron y decidieron trabajarla. El editor y un reportero cayeron en Atlanta. Llegando-llegando, se dieron un topetazo. La policía no les contó ni una de vaqueros. Les dieron pistas falsas y hasta los amenazaron de muerte. Una vez a medianoche en carretera despoblada, no pudieron ver a sus atacantes. Otra en su hotel. Pero ni desandar ni altos. Aun existiendo dificultades entre ambos por el propio trabajo descubrieron todo. Su publicación obligó reabrir el caso en 1991. Demostraron sin discusión al Ku Klux Klan como el grupo donde se planearon los crímenes. Identificaron inclusive a los asesinos. Atlanta soportó el escándalo. A los blancos les dio el patatús y a los negros por bailar. Se aclaró que Williams no fue culpable pero se amacharon. Continúa prisionero. Ya peina canas y usa lentes. Todo esto fue dramatizado en una película titulada “¿Quién mató a los niños de Atlanta?”.

Casi lo mismo dicen en Italia: “¿Quién mató a Marta Russo?”. La excelente reportera Lola Galán escribió en El País español que la pregunta no se trata del título de otra película de misterio. Se oye por todos lados desde el 6 de diciembre. Ese día el Tribunal Supremo anuló la sentencia por asesinato contra dos jóvenes. Rapidito les cuento el caso: Martha Russo era estudiante de la Universidad La Sapienza. Tenía 22 años. Una vida “sin misterios ni sombras”. El 9 de mayo del 97 iba por una callecita del campus. Iba leyendo muy quitada de la pena. De pronto un balazo perforó su cabeza y murió. Puntería de experto. El tiro salió desde una ventana del Departamento de Filosofía del Derecho. Prensa, radio y televisión magnificaron la noticia. Presionaron a las autoridades. Un par de estudiantes capturados. Solo porque una mujer los vio pasar cerca de la ventana desde donde fue el disparo. Además, dijo que uno de ellos metió mano rápidamente a su bolsa y supuso que estaba escondiendo el arma. Para remachar en la suposición y no los hechos, la policía reforzó su acusación. Descubrió que los jóvenes poco antes del crimen discutieron en clase sobre la realización del crimen perfecto.

Durante el juicio brotaron dudas. Hubo división de opiniones y tal como pasa muy seguido en este país, se politizó el caso. La izquierda a favor de los acusados. La derecha, duro con ellos. Hasta que llegó la sentencia el primero de junio. Estaba en rejuego el reclamo de los periodistas. El juez perdió el equilibrio y los jurados también: Ocho años de cárcel para Salvatore Ferraro que según eso disparó y cuatro a Giovane Scatonne por complicidad. Los jóvenes, conocedores del derecho, se inconformaron por el fallo defendiéndose. Tras mucho papeleo varios años, el Tribunal Superior estudió detalle a detalle y anuló la condena. Su argumento único y sólido. Las pruebas para acusar a los universitarios “son escandalosamente inconsistentes”. Giovane y Salvatore fueron liberados. Por eso los italianos se preguntan “¿Quién mató a Marta Russo?” igual que en Atlanta “¿Quién mató a los niños?”.

Lo mismo dicen hace meses: “¿Quién mató a las mujeres de Boston?”. Esta es otra historia verdadera. Albert de Salvo confesó el estrangulamiento de 12 mujeres entre 1962 y 64. Raterillo desde niño, hipersexual y revoltoso encajaba perfectamente como sospechoso. Rápido, la gendarmería lo entabicó. Lo curioso: Albert no negó nada y hasta dijo que antes de violar y ahorcar a las chicas les pegaba mordiscos en cuello, brazos y senos. Llegó en 1967 a la Corte. Cadena perpetua. Hace años murió. Ahora se supo. De Salvo se echó la culpa para escribir un libro y así dejar dinero a su familia. Pero el sábado 8 de este diciembre una crónica en El País me dejó pasmado. Pruebas de ADN en cadáveres de víctimas y victimario demostraron: De Salvo no fue el asesino. Las muertas no tenían mordiscos. No fueron ahorcadas con las manos sino con un cordel o alambre. Pero lo más contundente: El semen encontrado en una damita asesinada, no corresponde al de Albert. El dictamen fue del médico forense James Starr de la Universidad George Washington. Por eso en Boston se preguntan como en Atlanta e Italia “¿Quién las mató?”.

Leyendo sobre todos esos casos verdaderos y comparándolos con el tan especial más cercano vale preguntar “¿Quién mató a las mujeres en Ciudad Juárez?”.

Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicado por última vez el 18 de diciembre de 2001.

 

Autor(a)

Redacción Zeta
Redacción Zeta
Redacción de www.zetatijuana.com
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