Ya se anticipaba que la campaña electoral de 2018 estaría marcada por el tema de la corrupción, abundando en el país y habiendo tantos pendientes, esperábamos la denuncia de la misma y la promesa de combatirla a fondo en el futuro próximo. Pero lo que sucede en la intercampaña, excede cualquier expectativa. No sólo estamos siendo testigos de las denuncias de unos a otros, también de la utilización del sistema de gobierno para incidir en el ánimo del electorado.
Presenciamos los mexicanos una lucha de corruptos. Quién tiene más pendientes con la justicia, quién la ha evadido más, quién será el primero en caer, si acaso el sistema de procuración de justicia fortalece su renovada eficacia, y no se queda solo en la amenaza política en una intentona por debilitar a un candidato a la presidencia de la República.
A estas alturas las acciones de la Procuraduría General de la República en el caso de presunto lavado de dinero por parte de Manuel Barreiro en una transacción inmobiliaria con Ricardo Anaya Cortés, el panista aspirante a la Presidencia, son más vistas como una presión política del gobierno de Enrique Peña Nieto, que como una acción de justicia en la investigación de presuntas conductas ilícitas.
Efectivamente el tema se ha desviado al ataque político, en lugar de concentrarse en una investigación ministerial para probar si hubo o no una conducta ilícita. Anaya es inocente porque no se le ha comprobado la comisión de un delito, lo cual no garantiza que ese vaya a ser el final de la indagación, como oportunamente lo está tomando el panista al defenderse política y mediáticamente de una acusación legal que se indaga en el ministerio público.
Desafortunadamente la ineficacia que ha tenido la misma PGR en el avance y procesamiento de casos de corrupción en el gobierno de Enrique Peña Nieto, como los sobornos de Odebrecht al ex director de Petróleos Mexicanos, Emilio Lozoya Austin, o los casos de operaciones con recursos de procedencia ilícita de los ex gobernadores Javier Duarte y Roberto Borge, e incluso el de lavado de dinero del también ex mandatario, Tomás Yarrington -todos priístas-, contrasta con la celeridad que en el caso de Barreiro ha tenido la misma institución, acción que fortalece la tesis de que se está utilizando el sistema para perseguir a un opositor político electoral.
El fondo, la presunta comisión de un delito por parte de Ricardo Anaya, pasa a segundo término. Y le da al candidato un inesperado aire de valentía para aprovechar el momento, hacerse la víctima de un gobierno corrupto, mostrarse como un perseguido político, y prometer investigar los actos de corrupción de los actuales secretarios de estado e incluso del propio presidente Enrique Peña Nieto. Una premisa que muchos mexicanos quisieran ver hecha realidad.
Con esa actitud de mártir del sistema y combatiente de la corrupción, Anaya subió puntos en la carrera por la presidencia, y ha logrado reducir a la mínima expresión la presunción sobre una conducta ilegal de su parte. Cuando la investigación aún no concluye, él se presume inocente y los ataques del gobierno le favorecen para su cruzada.
En el preámbulo de su derrota, el candidato del Partido Revolucionario Institucional, un apocado José Antonio Meade, intenta aprovechar el momento para subirse a la denuncia y el combate a la corrupción, exigiendo que quien la haga la pague, tanto el que utilizó una empresa fantasma, asegura, como aquel que es un fantasma fiscal; pero lo de Meade fue escupir para arriba, considerando que el propio candidato tricolor es señalado de no investigar los desvíos de recursos que sucedieron en la secretaría de desarrollo social de la que fue titular, y que ascienden a más de mil millones de pesos, o incluso que siendo secretario de hacienda y crédito público, no advirtió ni desvíos de secretarios de estado, ni lavado de dinero o desfalco por parte de los ex gobernadores, promoviendo con ello la impunidad política de quienes pertenecen al PRI, o al gobierno que encabeza su benefactor, Enrique Peña Nieto, convirtiéndose Meade por lo menos, en cómplice de corrupción.
En esas condiciones, el abanderado del PRI no tiene la calidad moral para pedir se aplique la justicia cuando solo la exige para unos cuantos, precisamente contra quienes desde la oposición buscan ganarle la elección.
Entonces la intercampaña se reduce a eso, a una lucha de corruptos. El PRI, la PGR y su candidato –por supuesto, de los dos- exigen se investiguen la conducta ilícita de Ricardo Anaya, y este promete que llevará a juicio a los secretarios, ex secretarios y al presidente de la república, por actos de corrupción.
La aportación a la campaña por parte de la presidencia de Enrique Peña Nieto es la corrupción, la utilización del sistema para la persecución política, el uso de las instituciones para la vendetta electoral, y la promoción de la impunidad política. Un gobierno que plantea un escenario donde no se destacan los proyectos de nación, que propicia en la antesala de la campaña, una lucha de corruptos, siendo él mismo protagonista.
El electorado podrá observar esto, ya no con el parámetro de quién es el mejor candidato, sino cuál le parece el menos corrupto. Así de plano.