La vida en sociedad genera choques constantes, casi siempre por desacuerdos por la aplicación de las normas que la van a regir.
En la colaboración anterior hablábamos de la crisis de valores que produce inestabilidad política y social, la cual trae como consecuencia, enfrentamientos entre individuos y grupos sociales.
El injusto reparto de la riqueza, la ambición de poder, la discriminación social, la anomia (ausencia de normas), predominan e impiden una vida serena, de convivencia pacífica y de cooperación y apoyo entre los seres humanos.
En estos momentos, la violencia se ha convertido en el ejercicio de un modo de actuar para preponderar en una sociedad desquiciada.
La aparición de los derechos humanos en la legislación de los países es la suma de un esfuerzo por mantener la libertad del ser humano y de dotarlo de garantías para la protección de una serie de derechos humanos, que no deberían de suspenderse ni restringirse por quienes detentan el poder.
Sin embargo, en la realidad, grupos dedicados a la actividad delincuencial hacen nulos todos los esfuerzos por lograr la preponderancia de los derechos humanos.
La codicia, ambición de poder, son metas de estos grupos delincuenciales que ponen por encima de todo, la satisfacción de los intereses personales de sus miembros. La violencia prepondera sobre el diálogo pacífico, el esfuerzo honrado, la competencia leal y todos los medios lícitos que permiten una vida pacífica y constructiva.
En otras palabras, los derechos humanos que tutela la Constitución Política y que señala puntualmente este documento en su artículo primero, se ha convertido en letra muerta, han dejado de estar vigentes e inclusive, en este juego por el poder participan las autoridades gubernamentales, debiendo ser ejemplo de rectitud para garantizar la sana calidad de la vida humana.
En síntesis, compartimos una vida de negación de valores. El derecho parece estar cancelado. La muerte violenta de quienes se enfrentan a las bandas dedicadas al delito, llega a producir terror hasta en las mismas autoridades a quienes el temor que produce el saber que existe la posibilidad de ser privados de la libertad fuera de la Ley mediante los famosos “levantones”, de ser torturados o incluso privados de la vida, disuade a los representantes de la Ley de aplicar la justicia como es su obligación jurídica.
Es necesario el replanteamiento de la estructura social, lo que conlleva a poner de nueva cuenta en vigencia al derecho, aplicando la fuerza legítima del Estado; el no hacerlo implica renunciar a la Ley y al orden con sus valores fundamentales.
La aplicación del derecho es el único camino para evitar la anarquía en una sociedad convulsa en la que la muerte violenta de seres humanos se está aceptando como una conducta cotidiana. El peligro, el temor, la sumisión a la fuerza ilegal, se han convertido en una forma de vivir y lo será así mientras la autoridad legítimamente designada, no asuma el papel que la Ley le atribuye.
Arnoldo Castilla es abogado y catedrático de la UABC.