Tuve la oportunidad de acudir, en la Ciudad de México, al lugar donde se está desarrollando una experiencia virtual de Alejandro González Iñárritu y Emmanuel “El Chivo” Lubezki, que titularon: “Sangre y Arena”.
“Carne y Arena” no es para los débiles de corazón. En un escenario extraordinariamente vívido al que se accede por un visor de realidad virtual, a través del cual, el espectador camina descalzo por la arena del desierto, acompa
l frío es insoportable, congelmestros
l frío es insoportable, congelmestros
l frío es insoportable, congelmestros ñando a los migrantes mexicanos y centroamericanos por su travesía. Su dolor y sufrimiento están al alcance de nuestros dedos, sus voces se sienten cercanas y su salvación, por el contrario, se percibe lejana, como un oasis inalcanzable. La obscuridad sobrecoge y la arena lo cubre todo. Realmente se necesita coraje para entrar a la primera habitación del Centro Cultural Universitario Tlatelolco, en donde se encuentran objetos y zapatos que pertenecieron a estos seres humanos y que fueron encontrados en el desierto de Arizona y en este mismo lugar, dejar nuestros zapatos junto a los de ellos.
Con “Carne y Arena” (virtualmente presente, físicamente invisible), Alejandro González Iñárritu enfrenta a los espectadores con las vivencias de los migrantes. Es imposible no empatizar con estos compañeros de viaje, verdaderos migrantes, cuyas historias de vida reprodujeron para sus cámaras. Para él, este proyecto inició como trabajo periodístico documental que después se convirtió en una verdadera pieza de arte.
“Carne y Arena” está planteada como una experiencia en tres actos: físico, virtual e intelectual. La primera sala recuerda a las “hieleras”, habitaciones de detención donde los migrantes capturados pasan hasta dos semanas en condiciones precarias; ahí el espectador se da cuenta de la crueldad a la que se enfrentan.
La segunda sala, donde se vive la experiencia de realidad virtual, es donde radica el corazón de esta obra. Se trata de un espacio de alrededor de 200 metros cuadrados que se convierten en una plataforma tangible para no perder la noción de la realidad al comenzar la proyección. No se trata únicamente de colocarse el visor y presenciar las espeluznantes escenas en 360º que fotografió Lubezki, sino que nosotros, los espectadores, comenzamos a ser parte de la instalación; cuando te escondes tras las matas, un “migra” con un arma comienza a perseguirte; quieres ayudar a una señora que ya no puede caminar, en ese momento, un helicóptero te señala y lo único que quieres es salir de ahí. Cuando sales, tu mente está cambiada, más sensible al drama de los indocumentados y más cerca de tus propios sentimientos. Finalmente, el último espacio apela a la reflexión intelectual, pues se tiene acceso a las historias de vida de los migrantes con los que viajaste a través de retratos con vida que no dejan de mirarnos directamente a nuestros ojos.
En “Carne y Arena” no reposas en compañía de tus amigos en una sala de cine para comer palomitas y ver, en el refugio de la oscuridad, el desarrollo de escenas planeadas. No eres un sujeto pasivo que recibe el dictado de un director en encuadres y música. Hay momentos en los que tienes que esperar, hay momentos en los que te desesperas. Pero en toda la experiencia te sientes fundamentalmente solo.
Es difícil describir este performance, sin arruinar sus sorpresas. Yo me interné a ese obscuro bodegón en el CCU Tlatelolco sin saber lo que me esperaba y fue esa incertidumbre la que me hizo sentir con tanta fuerza las crueles implicaciones de la instalación. Por más que se le entreguen reconocimientos, la obra de Iñárritu y Lubezki sigue siendo algo profundamente desconcertante. Aquí hay actores que no son actores; es una ficción que parece documental, es un documental que se vive y una narración que se deja; es testimonio y creación; es verdad de computadora; es el recurso del trauma, del miedo, del sueño, de la inseguridad, de la cercanía, de la terrible distancia. Somos nosotros y los otros… en un espacio corto y perdurable.
¿Cómo hablar de una experiencia así? ¿Cómo contarla sin reducirla? ¿Cómo dejarla libre sin imponer las definiciones críticas del cine, del museo, de la instalación o la literatura testimonial? El camino a Estados Unidos está pavimentado por el sufrimiento de seres humanos. Y para todos ellos, el infierno de la migración no se compara con lo que tenían que enfrentar antes.
La intrigante obra nos muestra a través de su violencia, que todas las historias de migración hacia el norte tienen un horror único. Por eso esta instalación no toma atajos, nos hace reflexionar como nación, sobre el papel que jugamos, indiferentes a los vetos migratorios y criminalización de aquellos que buscaron otro sueño.
Las vejaciones a los migrantes no han hecho que disminuya el flujo de estos seres humanos, no se trata de territorios o posibilidades sino simplemente de política. Lo que observas en “Carne y Arena” son las coincidencias de todas estas historias, los puntos en donde se tocan: cruzar la frontera es, para todos, caminar, sufrir, ver morir, humillarse, pasar frío, pasar sed, pasar hambre, resistir y pensar en nunca repetir este limbo entre cielo e infierno.
Iñárritu no logra ponerte en los zapatos de los migrantes, sino más bien te hace enfrentarte con tu lejanía con ellos, porque aquí no vives la realidad de cruzar esa terrible frontera, más bien estás muy consciente del carácter fetichista, irreal, lejano de la experiencia. Es, justamente esta realización de distancia la que causa un impacto simbólico tan certero: eres como un fantasma viendo el sufrimiento de los otros sin que te toque, sin que te salpique, sin que te moleste físicamente.
Pero, ¿qué tan cerca puedes estar de la más horrenda realidad, por simulada que sea, sin incomodarte por tu pasividad? ¿Cómo puedes hacerlo sin sentirte como un espectador pasivo que ve, entre los hoyos de una muralla, el patio de los prisioneros, para disfrutar mejor tu libertad? Observar este dolor en un museo causa un enorme golpe de realidad porque señala la distancia privilegiada de quien puede ver esta instalación y de quien contó su historia para que fuera posible.
Esta experiencia nos obliga a vernos como mexicanos y como seres humanos, como cómplices de los horrores de este mundo. Al mismo tiempo, esta obra no culpa, no señala con el dedo, no denuncia. Aquí, como con un espejo, la superficie reflejante no juzga, sino que propone los elementos de un juicio.
Al salir de la instalación no pensaba en la vida de los otros, pensaba en la mía. Pensaba en que no soportaría esos horrores, en que no entiendo estas tragedias; en que no puedo concebir en mi inmensa y ególatra pequeñez, el dolor extendido, tan general, tan enorme, de otros seres humanos en desgracia.
Frente a mí había un espejo invisible que me dijo de pronto lo que pensé que era evidente: el mundo siempre es más horrendo de lo que imaginamos.
Dr. Álvaro de Lachica y Bonilla
Comisión Ciudadana de Derechos Humanos del Noroeste, A.C.
Correo: andale941@gmail.com