Rayas ensangrentadas,
vestigios en la planta inocente,
son causas de labores tan terribles
del amo que arranca de la infancia
la vida sin piedad y fehaciente.
Ha enraizado la maleza sus tentáculos.
El niño llorando cava con sus manitas
el barro duro y las filosas piedrecillas
lastiman las yemas de sus tiernos dedos.
A paso lento el pequeño avanza,
cual caracol que se desliza entre la hojarasca.
Sus ojitos se cubren por tantas lágrimas,
porque el amo desea productos no sentimientos.
No hay almas que vayan a su encuentro,
aunque el mocoso grite desesperado.
Se descalza y camina,
levanta la cabeza y se anima.
Su camisa ya es roja,
su rostro ya es un lago.
Atrás quedó el campo,
allá adelante hay montañas.
El niño no está solo,
hay gavilanes y zopilotes.
Lodo le dará,
humo le echará,
maldiciones pronunciará,
la sangre de la infancia.
Jaime Amador Aparicio Ramírez
Tijuana, B. C.