Mi amigo tenía cincuenta y pico de años. Y en 1991 era ejecutivo de afamada empresa en Tijuana. Tenía estupendo sueldo. Su esposa y él, carros del año. Un hijo por graduarse en la Universidad de San Diego como abogado corporativo. Otro estudiando contaduría pública.
No fue deseo del caballero, pero de repente se enredó con guapa mujer 30 años menor. Casada, separada y no divorciada. Tenía un hijo en la primaria. Salió adelante sin sostén de su desventurado amor. Primero trabajó como agente de ventas. Luego en relaciones públicas. Tenía excelente cartera de clientes. Vivía con su madre, también separada y no divorciada pero por motivos más graves. Sorprendió a su marido manoseando chamaquitas. Por eso y encorajinada, la esposa lo corrió. Ni siquiera hizo por divorciarse. La hija apoyó a la madre. Despreciaron al esposo y padre sentenciándole: “No queremos verte más en la vida”.
Me imagino a la treintañera. En esas condiciones encontró en mi amigo las figuras perdidas del marido y padre. Sabía que estaba casado. Conocía a su esposa. También a los hijos. Pero cuerpo y sangre le vibraron hasta encender la pasión. Cayeron en la atracción. Encuentros sexuales relámpago en sus oficinas, callejones, autos, estacionamientos, hoteles o el jardín inmediato a la casa de ella.
Por eso mi amigo no paraba en buscarla. Solamente que su ritmo no fue al parejo de la dama. Ella, morena, pelinegro y de fuerte carácter empezó a sentir enfadoso al hombre casado. Chocaron en gustos. Él gustaba bailar bolero, tomar Bacardí con Coca-Cola y oír a “Los Panchos”. Ella “Maná”, cantar las de Enrique Iglesias o Cristina Aguilera. Cerveza light. Total, el amante ya no era de la estatura de su vida.
De pronto le aparecieron a la dama dos que tres galanes de su edad. Se enredó hasta quedarse plantada con uno. Le agradó no andarse escondiendo para hacer el amor entre carrera y angustia. Las miradas en los restaurantes y bares ya no se clavaban sobre ella. Le chocaban los cuchicheos al ser la joven acompañante de un caballero maduro. Con su nuevo amor estaba contenta y cómoda. Ahora la veían como una pareja normal.
Todo eso me lo contó un amigo. Cierto día recibí su invitación para comer. Nos sirvieron abundante ración de carne asada, queso fundido, cerveza, frijolitos de la olla, salsa picante y tortillas hechas a mano. Pero no probó nada. Sus lamentos me hicieron abandonar el banquete. Más cuando casi llorando soltó entre pucheros un “¡me voy a matar!”. La verdad, me acalambró. Quise convencerlo de abandonar esa idea. Casi se paró de la silla, acercó su cara por sobre la mesa y con los ojos llorosos justificó: “No… ya no aguanto. Sé que anda con otro. No me recibe las llamadas. Los vi. ¿Te los imaginas haciendo el amor?” Sin darme tiempo para hablar siguió de carrerita: “Seguro que ese maldito se la lleva a su casa todas las noches o pasan el fin de semana por allí, en algún lugar cercano a la playa como a ella le gusta”.
Sacó el pañuelo. Medio paró el lagrimeo. Tomó el tenedor y jugueteó con un trozo de carne. Luego, sin necesitarlo agarró el filoso cuchillo insistiendo en voz baja “…me voy a matar”. Sentí una sacudida con sus palabras. Entre llorando y no me contó, palabras más, palabras menos: “…el otro día iba en mi auto por el bulevar. Vi un tráiler en sentido contrario. Decidí acelerar para chocar de frente. En eso oí a mi hijo desde la banqueta gritándome. Andaba con sus amigos y no sé por qué se me apareció. Entre todos pidieron un ‘aventón’ para llevarlos al centro. Diosito me salvo”.
Mi amigo pidió la cuenta. Ni siquiera toqué el postre. La verdad, quedé con hambre. Eché una mirada desconsolada al cafecito encanelado y humeante. Salimos del restaurante entre “provecho…. provecho…. buenas tardes…. hasta luego”. Le acompañé hasta su auto. Sentado y con la portezuela abierta me vio entristecido: “Si no me mato… ¡la mato!”. Respondí con un “estás loco. No vas a solucionar nada. Terminarás en la cárcel. Desgraciarás tu vida y la de los tuyos”. Rodeé su auto por delante. Subí. Cerré. “Vámonos. Dale para donde quieras pero escúchame: Si te quieres matar y estrellar el auto, adelante, yo también”. Se sorprendió hasta enconcharse.
Entonces aproveché: “Dime una cosa… ¿la quieres mucho?”. Recargó su cara en el volante y moviendo la cabeza de un lado a otro en señal de “no” me soltó un sincero: “….no, no la quiero…. la necesito”. El silencio nos unió. Quedamos mudos hasta cuando le dije. “Bórrala. No tiene caso. Si no la quieres y ella anda con otro por amor, ni terquear”. Total, olvidó los intentos ese día y de paso me salvé.
Luego recibió una oferta muy buena de trabajo y se cambió a Mexicali. Resultó cierto aquello de “dicen que la distancia es el olvido”. Lo encontré hace poco. Tiene 65 años. Sus hijos le dieron nietos. La vida lo alejó de las aventuras.
Ya ni me acordaba de esto hasta hace días cuando leí en el diario español El País una historia amarga. Tamara. Una joven de 19 años murió degollada. Miriam de 21 la acuchilló. Sucedió en la Plaza San Juan de Dios frente al edificio del Ayuntamiento en Cádiz, España. Precisamente el 2 de este agosto y 50 minutos después de la medianoche. Empezó con una alegata entre las chicas. Miriam la anduvo buscando todo el día. Le chismearon que su novio, ex de Tamara, seguía viéndola a escondidas. Tal parece y lo hacían porque no podían dejar de hacer el amor. Ni siquiera se amaban. La nueva novia no soportó saberlo. Se enojó. Por eso al tener enfrente a Tamara sacó el cuchillo y soltó el tajo en el cuello. La jovencita cayó como deshilachada en los adoquines de la plaza. Un vecino vio todo. Llamó a un patrullero. Llegó la ambulancia. La damita sangró hasta la muerte. Ni auxilios necesitó. El guardián supo de la agresora y rápidamente la detuvo. Enloquecida, parecía drogada pero no. Fueron celos. Malditos celos.
Francisco Carnota, concejal de Seguridad Ciudadana y Policía del Ayuntamiento de Cádiz dijo: “Es un acto desagradable y desgraciado imposible de valorar. Nadie puede explicarse los motivos que han podido pasar por la mente de esas personas para protagonizar un capítulo de tanta violencia”. Cuando leí esa nota recordé a mi amigo: Su penar y no caer en desgracia por los celos. Pero no cabe duda: Como dijo Juan Gabriel: “La costumbre es más fuerte que el amor”.
Escrito tomado de la colección “Dobleplana” y publicado por última vez el 27 de mayo de 2011