Con fuerza exclamé mirando hacia esas dos montañas,
moles cuya tierra dura no se erosionó con los siglos,
y pronuncié mirándolas frente a mí,
siempre pensando en ti, amor:
“Si yo muero antes que tú,
no lleves mi cuerpo a la tumba.
No vayas a ponerte triste.
No le pongas una brillante cruz,
no sea que al verla de cerca,
llores amargamente y te cause más dolor”.
Dirás en tu silencio: “Mi amor ya murió”.
Te imaginarás que allí quedé enterrado
y cada año irás a verme.
No mujer, no me lleves a la tumba.
No quiero que te pongas a rezar
porque solo defendía tu vida,
porque no puedo darte más felicidad.
Solo he sido un soldado de un sistema perdido.
En mi interior, te estaría muy agradecido
que me hayas dejado morir,
pues tu vida vale más que la mía
y tu amor es tan inmenso como los océanos de la tierra.
Diré en mi región obscura que te cuides mucho
y que seas muy feliz.
No mujer, no me lleves a la tumba.
Incinérame después de cuatro días
y no llores jamás por mí,
porque, hasta en mi último suspiro,
te amaré por siempre.
Con lágrimas en mis ojos,
te diré aun cuánto te amo.
No llores por mí.
No llores amor, no lo hagas.
Calla mujer.
Voltea y ve la luz del sol,
voltea y ve el hermoso horizonte.
Aquellas montañas guardaron silencio sepulcral.
Hoy, te amo más que antes, pero
si muero antes que tú,
no vayas a llorar.
Jaime Amador Aparicio Ramírez
Tijuana, B. C.