Tomaría de Santa Anna “la mano de hierro” para suprimir mítines, aunque, procediendo con discreción, conocía la ineficiencia del recurso cuando se abusa de él; de Juárez imitaría su respeto por la ley, cumplirla y hacerla cumplir. Todos los pasos estarían encaminados a hacer progresar al país, aprovechando las riquezas naturales de la nación y se crearía nuevos empleos para mantener a la gente tranquila y ocupada.
Díaz había perdido ya su aspecto montaraz y comenzaba a adquirir un porte de estadista. Sus trajes eran confeccionados por los mejores sastres franceses; su aspecto de urbanidad y buenos modos cambiaron en tal forma que lo hicieron parecer como una persona refinada y distinguida, ya ni siquiera daba órdenes a gritos, sino con una voz amable y pausada y diario se lustraba los zapatos.
Al asumir la presidencia Porfirio Díaz, para lograr la paz, empezó a aplicar la política que el pueblo llamaba “pan y palo”, porque recompensaba a quienes se sometían y castigaba inexorablemente a quienes se le oponían. A su suegro, Romero Rubio, le tocó implantar una importante parte de esa política, ya que Díaz lo nombró ministro de Gobernación. El país seguía “enladronado” y Romero encaró el problema reforzando la policía rural. Para esto, dotó de trajes de charro con botonaduras de plata a los rurales y los dejó aplicar la “ley de fuga” y en los árboles aparecían colgados los bandidos o sospechosos de serlo. En un plazo breve, el país pudo disfrutar de una seguridad comparable a la de los países más cultos, como Suiza o Japón.
Nadie protestó por la violación de los derechos humanos cometidos en la erradicación del bandidaje. Todo el mundo estaba de acuerdo con Díaz cuando dijo: “A veces hay que derramar sangre mala para salvar a la buena”. “El general Díaz gobernó con un mínimo de terror y un máximo de benevolencia”, dijo Francisco Bulnes. “Don Porfirio aprieta, pero no ahorca”, solía decir la gente.
Los periodistas y literatos, quienes Díaz despreciaba por corruptos y temía por la influencia en la opinión pública, recibieron el “pan” que confirmaría la validez de una frase célebre: “Perro con hueso en la boca, ni ladra, ni muerde”. El ministro de Gobernación distribuía “embutes” entre los redactores y subsidios entre los propietarios de los periódicos, con lo cual estos adquirieron un interés permanente por defender al gobierno, ya que de otro modo, perderían sus ingresos ilegítimos.
Nada de censura abierta, sino autocensura instigada por el “bozal de oro” que casi todos los periodistas se complacían en dejarse poner. A los recalcitrantes se les metía a la cárcel o se les mandaban ampones para que los retaran a duelo y los mataran. En cuanto a los literatos más importantes, bastaba con darles un curul de diputado, un empleo o asesor en el gobierno para amansarlos por completo y así usarlos a su conveniencia. De este modo, se les permitía atacar a los ministros, pero la persona de Díaz era inviolable.
Por órdenes de Díaz, Romero Rubio ejecutó la fácil tarea de domesticar al poder legislativo y judicial, ya que Juárez les había concedido bastante independencia. Durante el periodo de 1884-1888, los legisladores tuvieron plena libertad para pronunciar discursos incendiarios en la Cámara, pues esto servía para identificar a los oposicionistas más tercos y borrar sus nombres de la lista de candidatos a elecciones siguientes; luego, quienes conservaban o recibían un puesto legislativo, sabían que no era posible criticar a su benefactor y se prodigaban en adulaciones hacia ellos. Los magistrados de la Suprema Corte, los jueces y agentes del Ministerio Público, que en tiempos de Juárez y Lerdo habían conservado bastante autonomía e independencia en sus funciones, con Díaz acataban hasta las más inmundas de las consignas del Ejecutivo, mediante simples promesas de ascensos o amenazas de cese.
La doma y castración de los caciques estatales y militares fue obra personal de Díaz, quien alguna vez dijo: “hasta cuando le rezan a Dios, los hombre no proceden desinteresadamente, sino que esperan una recompensa, un milagro, un consuelo, seguridad de recibir el pan de cada día, o por lo menos, perdón. ¿Cómo no van a esperar de mi alguna recompensa los que me ayudaron a ganar la presidencia?” Jamás se engañó que sus partidarios le serían fieles tan solo por lealtad o apego a su persona; siempre supo que le servirían exclusivamente en la medida de lo que pudiera darles o quitarles.
La dominación de los caciques fue tarea larga, minuciosa y paciente. Al triunfo de la revuelta en Tuxtepec, Díaz dejó que sus generales se apoderaran de las gubernaturas de sus estados, para lo cual, tuvieron que renunciar al mando de las fuerzas federales que tenían a su cargo.
Al terminar sus puestos de gobernadores y debido al precepto de la no reelección, al tratar de regresar al ejército, descubrieron que los cuerpos militares habían sido reducidos a unidades diminutas y los elementos que les eran adictos habían sido trasladados a regimientos distantes y sustituidos por elementos hostiles.
Los generales estallaron en indignación al ver lo que les estaba pasando y como podían ser peligrosos, Díaz los apaciguó dándoles permiso para abrir cantinas o gritos, contratos ferroviarios que podían vender a quienes realizaban las obras, facilidades para que se adueñaran de terrenos federales o prometiéndoles no dar curso a acusaciones sobre robos y arbitrariedades que habían cometido desde las gubernaturas. Como broche de oro, Díaz signó a la jauría política el encargo de detallar y aumentar los desmanes de los desbancados para dejarlos en calidad de sabandijas sociales y políticas, de manera que no pudiesen defenderse.
Continuará.
Guillermo Zavala
Tijuana, B.C.