En una casa cercana lo esperaba un mozo con dos caballos. Díaz marchó al pueblo de Tehuitzingo con doce seguidores y en el camino, sorprendió a una partida de veinte hombres imperialistas que huyeron, abandonado los rifles. Con estos pudo armar una guerrilla de cuarenta hombres. Días después, tras de apoderarse de las armas y el dinero de otras partidas imperialistas pequeñas, se vio al frente de un centenar de individuos. Marchó a Guerrero con el propósito de pedir ayuda a Juan Álvarez. Éste le proporcionó doscientos hombres de su guardia y ochocientos rifles. Así empezó a rehacer su ejército en serio. La tarea era sumamente difícil, porque solo podía pagar doce centavos diarios a los soldados y nada a los oficiales, además prohibía los saqueos con penas severísimas. Con todo, 1866 sería para él, un año de triunfos.
En septiembre de 1866, Díaz se sintió lo bastante fuerte como para combatir en grande, con la ofensiva como táctica fundamental. Había encontrado dos magníficos auxiliares entre las personas de su hermano Félix, quien tenía el grado de coronel, y en el coronel Manuel González, un corpulento tamaulipeco que originalmente había sido coronel del ejército conservador, pero al ver que sus correligionarios se entregaban a los invasores, cambió de bando. Las fuerzas de Díaz atacaron la guarnición imperialista de Oaxaca, y fueron repelidas. Los liberales se retiraron hacia el sur, al pueblo de Miahuatlán. El enemigo se disponía a aplastarlos cuando el general ordenó lanzarse a la ofensiva. Manuel González, en una furiosa carga de caballería, rompió las líneas imperiales y los obligó a dispersarse, cayendo mil imperialistas prisioneros, dos cañones de montaña y gran cantidad de municiones.
El 8 de octubre, los hermanos Díaz sitiaron Oaxaca donde el enemigo se refugió en cuatro conventos. Mientras se desarrollaba la lucha, Porfirio fue informado de que, por el camino de México, se acercaban 1500 franceses y austriacos en auxilio de los sitiados. Dejó una débil fuerza que mantuviera el sitio y se encaminó al encuentro del enemigo. Los esperaron en el cerro La Carbonera, después de una de las batallas más feroces de la guerra de intervención, las fuerzas liberales obtuvieron una victoria contundente sobre las fuerzas poderosas del ejército napoleónico.
Dueño del magnífico armamento de los invasores, Díaz no tuvo ya ningún problema para ocupar Oaxaca. Al finalizar el año, había limpiado de imperialistas todo el estado. Durante las primeras semanas de 1867, Porfirio Díaz recibió un enorme cargamento de armas que le mandó Juárez, que a su vez recibió de Estados Unidos.
Con un ejército que crecía incesantemente, avanzó hasta Acatlán Puebla, al tiempo que se daba el gusto de permitir el paso a las tropas francesas que marchaban hacia Veracruz para tomar los barcos en los cuales, volverían a su patria por órdenes de Napoleón III.
En el Norte, los liberales de Mariano Escobedo, abundantemente dotados de armas que les proporcionaban los norteamericanos, habían marchado de triunfo en triunfo. Otro tanto ocurría con las fuerzas de Ramón Corona, con su ingenio y audacia había formado un gran ejército con el que obtuvo una serie de victorias en todo occidente y noroeste del país. Cientos de guerrilleros liberales liquidaban en otras partes los últimos focos de resistencia.
El comandante francés, mariscal Aquiles Bazaine, tuvo la maquiavélica idea de entregar la Ciudad de México no a Juárez, sino a algún general que, a cambio de ese favor, le pondría en condiciones de suplantar la autoridad presidencial, al tiempo que aceptaría adoptar medidas que atenuaran la humillación de los invasores. Díaz contó entre los entrevistados por los emisarios de Bazaine. Díaz rechazó la oferta, pero lo hizo con una lentitud tal que Juárez, enterado de lo que ocurría, sospechó que su paisano iba a ser un competidor para la presidencia.
El 15 de julio de 1867, Juárez haría su entrada a la capital. Porfirio Díaz tuvo que encargarse de organizar la recepción popular. En el gran día se trasladó hasta Tlalnepantla para dar allí la bienvenida al presidente. El carruaje de Juárez encabezó el convoy gubernamental. El general oaxaqueño se paró frente al vehículo, pensando que el presidente le invitaría a subir de modo que ambos recibieran la ovación popular. Pero Juárez se limitó a pronunciar un frío “Hola Porfirio” y ordenó al cochero que siguiera adelante, mientras el general se quedaba parado en el camino, con el rostro encendido por el bochorno. Salvó la situación el ministro Sebastián Lerdo de Tejada, quién viajaba en el carruaje de atrás e invitó al general a subirse. Como personaje de segunda, Porfirio Díaz entró a la urbe que había ganado para los juaristas. Con estos hechos queda históricamente de manifiesto, el inicio de la pugna política entre estos dos personajes por la presidencia.
Continuará.
Guillermo Zavala
Tijuana, B.C