El espionaje no es una práctica ajena al peñismo, en cambio, sí es una irregularidad no castigada, no investigada, y que a la fecha sigue impune.
QUIENES ESPÍAN son los enemigos en una guerra. Lo hacen para conocer las tácticas del otro y anticipar movimientos, para protegerse y adelantarse a las estrategias de combate, para conocer las debilidades del otro y contraatacar. Para hacerse daño, obtener información privilegiada, dar golpes certeros conociendo el plan del enemigo.
Los cuentos de espionaje más famosos en nuestros días sucedieron durante la Guerra Fría que libraron Estados Unidos y la Unión Soviética. Una guerra donde no se atacaron físicamente, pero se controlaron y embistieron ideológicamente.
Un gobierno espía a sus enemigos. Los enemigos del gobierno de Enrique Peña Nieto parece que son los periodistas, los activistas y los defensores de los derechos humanos. En una guerra desigual, desde el gobierno de la república se utilizan los recursos de la nación para acabar con la privacidad de ciudadanos que persiguen causas y ejercen sus libertades.
Esta conducta de espionaje en el gobierno de Enrique Peña Nieto no es nueva. Se ha utilizado incluso antes de pasar la elección que en tribunales electorales le reconoció el triunfo. Todavía está en la memoria y en un video que de pronto circula por ahí el momento en que el equipo de la periodista Denise Maerker toma imágenes en el avión de campaña de Peña Nieto, y a este le es entregada información privada sobre una de las personas que participaron en las manifestaciones de la Universidad Iberoamericana que habría de engendrar el movimiento #YoSoy132.
Tiempo después, en 2015, fue filtrada información de cómo el gobierno de la república y otros gobiernos de los estados adquirieron de la empresa italiana HackingTeam un sistema de control remoto, llamado Da Vinci, con el cual podían introducirse a aparatos electrónicos de quien quisieran. Investigaciones periodísticas develaron que aquel programa había sido adquirido por gobiernos como el de Baja California, Jalisco, Querétaro y el Estado de México y por dependencias como la Policía Federal, Petróleos Mexicanos y el Cisen (Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional), dependencia que está en la facultad de la Secretaría de Gobernación, que titula Miguel Ángel Osorio Chong, y que también se apropió del recurso y la infraestructura que tenía la Secretaría de Seguridad Pública Federal para regresar la policía al área del manejo de la política.
Al año siguiente, en 2016, un hacker colombiano, Andrés Sepúlveda, concedió una entrevista a Bloomberg y contó cómo prestó sus servicios de hackeo a distintas empresas y gobiernos; entre a quienes sirvió estuvo el equipo de campaña de Enrique Peña Nieto, que en 2012 hackeódispositivos electrónicos de los “enemigos” políticos del ahora presidente, que en realidad eran sus contrincantes: Andrés Manuel López Obrador y Josefina Vázquez Mota.
No es el espionaje una práctica ajena al peñismo, en cambio, sí es una irregularidad no castigada, no investigada, y que a la fecha sigue impune. Como si gozara de credibilidad, al gobierno de Enrique Peña Nieto le es suficiente con enviar un comunicado, o pedir a un vocero de quinta que niegue los hechos ante la falta de pruebas, para dar carpetazo al tema de la invasión de la vida privada, el espionaje por motivos ideológicos y la persecución por criticar a un gobierno muy cuestionable.
El reciente caso revelado, una investigación y análisis de Citizen Lab, Artículo 19, R3D (Red de Defensa de los Derechos Digitales) y SocialTIC, y publicado por el diario estadounidense The New York Times, y del cual de manera discretísima la presidencia de Enrique Peña Nieto se ha deslindado sin pruebas, no está muy distante de los casos anteriores en que ha sido señalado de lo mismo.
Se trata de la adquisición del software Pegasus, que ataca dispositivos electrónicos vía mensajes e instala un código malicioso que permite tener acceso a la información contenida en los dispositivos infectados y utilizarlos como micrófonos y cámaras.
Las personas a las que esta investigación identifica como los atacados son algunos de los críticos de este gobierno. Carmen Aristegui, Rafael Cabrera, Sebastián Barragán, Carlos Loret de Mola, Daniel Lizárraga y Salvador Camarena, periodistas; Mario Patrón, Stephanie Brewer y Santiago Aguirre, defensores de los derechos humanos; Juan Pardinas y Alexandra Zapata, académicos dedicados a promover el sistema anticorrupción. En el colmo de un gobierno dictatorial se espió también al hijo de la periodista Aristegui.
Ninguno de ellos es funcionario ni político o pertenece a un partido, tampoco son líderes de una oposición ideológica, no pertenecen a grupos de choque, no son subversivos ni enemigos del gobierno.
Su labor, en el activismo por los derechos humanos, en el periodismo y en la senda del combate a la corrupción, no daña a un gobierno, y sí favorece a la sociedad porque aporta a la madurez de la nación y a la evolución del sistema de procuración de justicia, judicial, de transparencia y rendición de cuentas.
Todos ellos, como muchos otros, procuran un sistema que fortalezca el Estado de derecho. Pero esas acciones al presidente de la república y su equipo les molestan y las consideran ataques directos a su gobierno. No hay otra forma de entender —nunca justificar— el espionaje a quienes, desde la sociedad, ejercen sus libertades de pensamiento, acción, asociación y participación ciudadana, para fortalecer un sistema donde la corrupción es endémica y la impunidad, igual.
El espionaje es un recurso de autoridades brutales para obtener elementos y atacar a quienes consideran sus enemigos, en este caso, el gobierno de Enrique Peña Nieto contra los periodistas, activistas y organismos de la sociedad civil. Ni siquiera es una práctica nueva en el priismo. Fueron miembros del Partido Revolucionario Institucional quienes crearon la Dirección Federal de Seguridad (DFS), una dependencia que, sin miramientos y con todo el presupuesto, espió, persiguió, torturó, desapareció y secuestró a quienes desde los años 40 consideraban adversarios al gobierno porque se reunían y pensaban distinto.
En uno de sus últimos auges, desde la Dirección Federal de Seguridad, en el gobierno del priista José López Portillo se espió a periodistas como don Jesús Blancornelas y don Julio Scherer, cuyos expedientes hoy se pueden consultar en el Archivo General de la Nación, instalado en lo que fue la prisión de Lecumberri, adonde la misma DFS mandó a jóvenes estudiantes, intelectuales y artistas con ideas propias.
En aquella época, la DFS estaba a cargo de Miguel Nazar Haro, acusado de encabezar la guerra sucia, y solo investigado —brevemente— en 2003 cuando en la presidencia de Vicente Fox se creó la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado. A Nazar le giraron una orden de aprehensión en 2003 por la desaparición de miembros de la Brigada Campesina Lacandona, se la cumplimentaron en 2005, y fue absuelto en 2006. Tuvieron que pasar casi treinta años para que los casos fueran investigados, mas nunca expuestos a la justicia.
El gobierno del PRI, ahora con Enrique Peña Nieto, no es tan distinto del de López Portillo. Igual abusa de los recursos de la nación en detrimento de la sociedad y sus representantes, sea de manera directa e intencional, o culposa por omisión.
Pese a que las víctimas de espionaje en el sexenio peñista hicieron hace unos días una denuncia ante la Procuraduría General de la República, porque lo que se busca es justicia, investigación para deslindar responsabilidades y acabar con estas prácticas de represión, la PGR abrió una investigación sobre el espionaje en la Fiscalía Especial de Atención de Delitos contra la Libertad de Expresión (FEADLE), comandada por Ricardo Sánchez, y cementerio de expedientes.
Según el Comité para la Protección a los Periodistas desde 2010 en esa “Fiscalía Especial” solo se han resuelto tres casos. Mientras, Artículo 19 indica que, de 800 carpetas, han cerrado de manera satisfactoria tres. Esto indica que el grado de impunidad en los casos que llegan a la FEADLE es del 96 por ciento.
También es un dicho priista: si quieres que un caso no se resuelva, créale una fiscalía especial. La insensibilidad del presidente de la república y su poco compromiso con la verdad y la justicia se demuestran al enviar la investigación del espionaje a la fiscalía famosa por su impunidad.
Es evidente que al presidente Enrique Peña Nieto no le interesa resolver el caso aun cuando por eso mismo se le identifique como el cabecilla de un gobierno enviciado, abusivo, violento e incapaz de estar a la altura de la sociedad civil.