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viernes, febrero 23, 2024
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El amor

Ya estaba sentado con el cinturón de seguridad abrochado. Los motores del jet aturdiendo con ese curioso agudo tono de fondo. Prendí la lucecilla superior para escribir y cuando empecé me quitó la atención una guapérrima aeromoza. Venía por el pasillo central contando pasajeros. Revisando. Traía una sonrisa sensual, así como para derretir. Mirada de admirar. Ojos verdes. Pelo rubio. Nariz recta. Casi casi una copia de Sharon Stone. No hacía falta entender su inglés. Con finos ademanes, dedos delicados, exquisitos, uñas tan rojas como pétalos de una rosa solicitaba-ordenando: Levantar la mesita, abrocharse el cinturón o enderezar el respaldo. En esas estaba cuando el ruidajo de los motores bajó de tono. Como que lo metieron en un jarro. Fue porque cerraron la puerta principal. Encendieron los monitores de televisión. Un video para ilustrarnos: salidas de escape enfrente y a los lados. Oxígeno “…caerán automáticamente las mascarillas en el caso de una brusca pérdida de altura”. Aquí y allá los baños. Asegurar bien los compartimientos de equipaje. Cero fumar y menos puro.

De pronto se escuchó otra vez el estruendo de las turbinas. Abrieron la puerta. Yo iba en la séptima u octava fila desde la entrada. Las aeromozas se reunieron como jugadores de futbol americano. Se les acercó una dama guapa y treintañera. “Si se encuentra a bordo fulano de tal, favor de pararse. A los demás pasajeros se les suplica permanecer sentados”. El altavoz transmitió la novedad. Casi todos los viajantes nos sorprendimos. Fila adelante inmediata y pasillo de por medio, un cuarentón moreno respondió al llamado. Ni siquiera levantó el brazo. Le vi de lado y estaba como asustado. Pelo quebradizo azabachado, tapándole el oído y melena corta. Algunas canas. Se le notaba su armazón delgada. No se me olvida, camisa a cuadros guinda con blanco desfajada y camiseta negra. Pantalones livais. Quedó a poca distancia de mis ojos. Calzaba tenis “Nike”, muy de moda.


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La mujer que acompañaba a las aeromozas estiró el cuello y se notó su blanca y hermosa cara. Desparramó la mirada. Cuando divisó al hombre pararse, su rostro pasó de congoja a regocijo. Le dieron el paso. Vestía un modelo casual. Seguramente rayón. Ligeramente escotado. Floreado. Manga corta. Largo. Más cerca de los tobillos. La tela no podía esconder su bien dotado busto. Delgadita la cintura. Torneada cadera. Blanca. Pelo rubio corto a la Dorothy Hamill. Zapatos tacón bajito. Cara sin maquillaje, naturalito. Guapura.

Todos los pasajeros éramos curiosidad. Por lo menos yo, seguí sus movimientos. No hacía falta preguntarle, le calculé unos diez años menos que el hombre. Pero su amor no distinguió esa diferencia. Casi corrió por el pasillo hasta llegar y abrazar fuertemente al pasajero. Siendo más alta y espigada, recargó el rostro en el hombro del varón. Su llanto empapó la blusa del amado que entre corresponder y no el abrazo se quedó engarrotado. Abandonó el acurrumaco para estar cara a cara con el hombre. Ella esperaba palabras y vi cómo sus lágrimas se desplomaban sobre el rostro. Todavía se me enchina la piel cuando recuerdo aquel español “mocho”: “No te vayas…no te vayas…por favor”. Y él se quedó como si no la oyera, viendo ligeramente de lado para no encontrarse con los ojos clavados en su faz y llorosos.

La primorosa y monumental, dejó el abrazo. Todos seguíamos viéndola como película de suspenso. Con rapidez abrió el compartimiento superior del equipaje. Conociéndola indudablemente, agarró una maleta deportiva azulada con rojizo. Pero la mano del hombre detuvo el propósito de sacarla. Sin verla a los ojos retiró suavemente el brazo de la damita. Cerró la puertecilla. No pronunció palabra. Simplemente se llevó las manos a la cintura. Dirigió su mirada al techo del avión y resopló cómo si hubiera terminado un maratón. Ella era todo imploración y amor. No necesitaba palabras. Se cubrió la carita con sus blancas manos y desató nuevamente el lagrimeo. Hasta yo sentí feo cuando el cuarentón se re-sentó con tranquilidad. Serio. Trabó el cinto. Se restregó el rostro como si estuviera lavándose. Respiró hondo. Y luego vino lo que me pareció la caída de una guillotina: tomó una revista y la abrió.


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Luis Miguel todavía no estaba de moda. Si así fuera le acomodaría a la rubia aquello de “…entonces yo daré la media vuelta/y me iré como el sol/cuando muera la tarde”. Caminó rápidamente a la salida. Debió sentirse atravesando un mar de vergüenza. Nuestras miradas la acompañaron. Se despidió de las aeromozas. Besito en la mejilla. Y éstas, apesumbradas, seguramente con la tristeza atragantada cerraron la puerta. Una entró a la cabina. Salió cuando el jet empezó a moverse. Nos alejamos de la terminal. Sonaron los timbres previendo despegue. La nave se elevó quieta y suavemente. Nada de turbulencias. Aunque iba en el asiento del pasillo alcancé a ver la gran e interminable largueza: casas, palmeras y albercas de Los Ángeles, California.

Despuesito de tomar altura, nos regalaron cacahuates en bolsita. Soda gratis pero trago vendido. Vi al joven y le oí pedir dos botellitas de “Jack Daniel’s”. Se las tomó cual vaquero en película: de un golpe y seguidas. Ni gesto les hizo. No creí que el licor haya apagado sus sentimientos. Entonces traté de escribir y no pude. Mi atención estaba puesta en el cuarentón: “Seguramente es casado”, pensé. De otro modo el rompimiento entre novios no era para tanto. “Es amor apasionado y anda todo alborotado”. Al ratito sentí el movimiento inconfundible del avión. Cómo frenada. Empezó la maniobra del descenso. El jet fue bajando entre los edificios de San Diego y aterrizamos venturosamente.

Yo también traía equipaje de mano. Caminé cerca del galán. Me intrigó si le daría la bienvenida su esposa e hijos u otra enamorada. Tal vez iría un amigo por él o agarraría su camino. Pero no. En la sala de espera volteaba para todos lados. Fue al bar. Como que quiso pero no se acercó a la barra. Pasó al baño. Y al salir aventó su maleta a una silla y se acomodó en otra. Hice lo mismo a pocos metros. Y como nada me apresuraba para dirigirme a Tijuana, esperé intrigado. Pasó media hora. 45 minutos. Una hora. Ya me iba cuando el joven se paró de pronto y fue al corredor de los arribos. Estiró el cuello. Venía apresuradamente la belleza. Sin equipaje. Klennex en la mano. Vio al amado y ahora fue al revés. Él la capturó en sus brazos y lloró mientras recibía consuelo. Tierno todo aquello. Pensé en “…lástima que no traigo una cámara”. Se encaminaron al mostrador de PSA. Los seguí y oí comprar boletos “…en el primer vuelo para Los Ángeles”. Se fueron abrazados. Felices.

Año 78 y no se me olvida. Nunca he podido entender cómo la dama viajó a San Diego sabiendo que la esperaban. O por qué el hombre no se fue de la terminal, seguro de su llegada. Cosas que hace el amor.

 

Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicado el 22 de julio de 2002.

Autor(a)

Redacción Zeta
Redacción Zeta
Redacción de www.zetatijuana.com
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