El escritor y periodista presenta en Tijuana “El día que cambió la noche” (Grijalbo, 2016) durante el cierre del Festival de Literatura en el Norte en el CECUT, con los comentarios de Sergio González Rodríguez, en cuyo título narra la vida nocturna de la Ciudad de México antes del terremoto del 19 de septiembre de 1985
Un libro fundamental para recorrer la noche y los días previos al terremoto del 19 de septiembre de 1985 en la Ciudad de México es “El día que cambió la noche. Memorias de un noctámbulo en la Ciudad de México”, de José Luis Martínez S., publicado este año por el sello Grijalbo.
Se trata de una edición que congrega 27 crónicas no solo sobre el apogeo de la vida nocturna del entonces Distrito Federal con sus famosos cabarets y salones de baile como el México, Hotel Regis, Hotel del Prado o el Capri; sino también pululan por sus páginas célebres personajes desde vedettes como Olga Breeskin, hasta autores como Fernando Fernández, hermano de Emilio “El Indio” Fernández, o Jesús Magaña, “el más grande fotógrafo de la noche”, a quienes por cierto, Martínez S. narra cómo logró entrevistarlos.
Con sus siempre amenas crónicas, José Luis Martínez S. rescata de los escombros la época ochentera antes del fatídico terremoto:
“Un país, un lugar, se conoce por lo que se ha escrito sobre él. En este caso creo que hay todavía mucho campo por explorar en la noche de la Ciudad de México, una noche que además era de exportación porque las vedettes que veíamos en la Ciudad de México eran las mismas que estaban en Tijuana, en Guadalajara, en Veracruz. Las figuras que triunfaban en la capital del país, como corresponde a un país centralista, eran las mismas que triunfaban en todo el territorio nacional. Entonces, la intención del libro es contribuir al registro de esa época, a recordar a esas figuras y recrear un poco la atmósfera de aquellos años”, refirió José Luis Martínez S. a ZETA.
Se está ante uno de los libros que se dará a conocer en el cierre del Festival de Literatura en el Norte, en cuya presentación participa José Luis Martínez S., con los comentarios de Sergio González Rodríguez; la cita es a las 7:30 pm del sábado 12 de noviembre en la Sala Carlos Monsiváis del Centro Cultural Tijuana (CECUT).
A José Luis Martínez S. nadie le contó la vida nocturna ochentera, él la vivió, pero sobre todo conoció desde su niñez y juventud las entrañas del centro de la Ciudad de México.
Desde la niñez
Cuenta José Luis Martínez S. en entrevista con ZETA, que nació en el Centro de la Ciudad de México, en José Joaquín Herrera número 49 esquina con Manuel Doblado, a un costado del mercado de Mixcalco, en la zona de La Merced.
“Había un ambiente hasta cierto punto provinciano, con gente que procedía de otras partes de la República, muchos de ellos comerciantes informales. En esa atmósfera, transcurre parte de mi niñez, en una de las tantas vecindades que existían en el rumbo”.
Aunque después, por razones de espacio, se cambió primero cerca del aeropuerto, en la colonia Moctezuma, y posteriormente a la periferia, en el Estado de México.
“Pero yo nunca me desligué del Centro, ahí trabajaba mi papá, que era comerciante. Cuando se separó de mi mamá, yo tenía nueve años, se quedó a vivir en el Centro y con frecuencia lo visitaba. Nunca me he desligado de la Ciudad de México, siempre he permanecido fiel a sus calles y sus barrios.
“Muy chico, como a los ocho o nueve años, gracias a uno de mis cuñados -tengo cinco hermanas mayores que yo-, aprendí el oficio de panadero y uno de los sitios donde trabajé fue precisamente la Panadería Jalisco, en el barrio de Peralvillo, en la calle de Allende esquina con Libertad, una zona de cabarets y prostitutas”.
— En medio de ese contexto, ¿cómo descubriste los libros y cómo te hiciste lector?
“Provengo de una familia ajena a los libros. Mi papá estudió hasta segundo año de primaria, mi madre no sabía leer ni escribir y mis hermanas solo terminaron la primaria. A pesar de todo, y debido a que mi papá se enfermó de paludismo y tuvo una larga convalecencia, para no aburrirse, cuando yo tenía cuatro años, me comenzó a enseñar a leer, a escribir, a hacer cuentas.
“Saber leer para mí fue una revelación extraordinaria y leía todo lo que encontraba a mi paso: etiquetas, anuncios espectaculares, trozos de periódicos viejos y, desde luego, los cuentos, las historietas que ahora denominan cómics. Leí todas las que había, porque además la familia de un amigo de la primaria se dedicaba a la compra y venta de revistas usadas y con él hice mis pininos en ese negocio, en el cual fracasé como fracasaría en todos los que intenté a lo largo de los años.
“Pero todo el día me la pasaba leyendo, sin ningún orden, lo mismo cuentos que novelas de Corín Tellado o Marcial Lafuente Estefanía; después encontré otro tipo de literatura, entre la que se encontraban dos libros fundamentales en mi vida: ‘Cuentos con niños’, de autores clásicos rusos, y ‘Flor de leyendas’, de Alejandro Casona. Esos dos libros fueron los primeros que de verdad me introdujeron a un mundo de fantasía que me sedujo desde entonces. Luego, en la secundaria, otros amigos me fueron abriendo el camino hacia otras propuestas. Con ellos conocí, por ejemplo, a García Márquez y Cortázar. Sin embargo, conservo enorme cariño por mis primeras lecturas.
“Nunca pensé dedicarme a nada, ni siquiera a estudiar, no me interesaba nada -hasta la fecha hay muy pocas cosas que me interesen realmente-. Yo vivía con mi mamá, porque mi papá se fue, y ella me dio una gran libertad para hacer y dedicarme a lo que yo quisiera, siempre y cuando no molestara a otra gente.
“Yo hubiera podido estar todo el día en mi casa leyendo; lo hubiera podido hacer porque nadie me decía nada, lo que pasa es que fui muy inquieto, eso me llevó a la panadería, intenté aprender carpintería, fui barrendero en un taller mecánico, vendía dulces, revistas, pero siempre dediqué un espacio muy importante a la lectura”.
Un día que sería determinante, cuando tenía como 23 años, Martínez S. conoció a Andrés Luna, quien era su profesor en la UNAM, donde había entrado para estudiar periodismo:
“No me acuerdo ni qué materia daba Andrés, pero una vez me pidió un trabajo y después me dijo si lo podía publicar, le dije que sí; me pidió otro trabajo, y sucedió lo mismo; y a la tercera vez me invitó como corrector de Su Otro Yo”.
Fue precisamente cuando entró a laborar en la revista Su Otro Yo, donde confirmó su vocación por la noche.
Habla un noctívago
“Cazador de estrellas”, Vicente Ortega Colunga (Coahuila, 1917-1985), era dueño y director de Su Otro Yo, revista mensual conocida como “la versión mexicana de Playboy”.
Transcurría 1980, Ortega Colunga tenía 62 años y José Luis Martínez S., 25, cuando inició una mancuerna de noctívagos:
“Andrés Luna me llevó para que me conociera y contratara. Cuando me vio, sin dejar de atender el periódico que estaba leyendo, me preguntó: ‘¿Tienes experiencia?’. Le respondí que no. Levantó la vista y me preguntó: ‘¿Entonces?’. Yo era joven, pero no tenía ninguna necesidad de malos tratos ni de nada, y le dije: ‘Pues quieren un corrector, y yo tengo una excelente ortografía’. Me dijo: ‘Bueno, vamos a ver; vas a estar a prueba un mes’. Y me quedé no un mes, sino varios años trabajando ahí hasta que don Vicente murió; después trabajé con su hijo, Roberto Diego Ortega”.
— ¿Cuál fue la mayor lección que te dio Vicente Ortega Colunga?
“El mayor aprendizaje que yo tuve de Ortega Colunga fue el amor al oficio, ver el periodismo con una absoluta pasión, con dedicación, con seriedad, sin solemnidad, saber que me estoy ganando la vida haciendo algo que me gusta, que el periodismo es más que un trabajo, una forma de vida. Me contagió esa idea, esa pasión, no fue necesario que me lo dijera, lo vi siempre en la manera en cómo don Vicente vivía el periodismo”.
— ¿Cómo surgió la posibilidad de escribir “El día que cambió la noche. Memorias de un noctámbulo en la Ciudad de México”?
“Yo tenía muchos años tratando de escribir sobre el sismo que en 1985 destruyó una parte importante de mi ciudad, pero además de que habían salido ya varios libros sobre el tema, me costaba mucho trabajo hacer ese recuento de muertos, de esa destrucción que yo vi inmediatamente después de ocurrida. Fueron muchos años de darle vuelta, de ver cómo podría recordar ese suceso sin detenerme demasiado en él, porque realmente resultaba muy doloroso.
“Entonces, una ocasión, en Monterrey, para un encuentro literario escribí el texto ‘El día que cambió la noche’, ése fue el germen del libro. Pensé que sería una buena idea rendirle homenaje a la ciudad viendo por el espejo retrovisor a partir de la mañana del 19 de septiembre.
“Hace tres años, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, me encontré con Cristóbal Pera, le platiqué mi idea y me alentó a escribir el libro. Tardé dos años en comenzar a escribirlo, pero una vez que lo hice lo terminé en cuatro meses. Desde el principio tuve claro que no quería hacer un reportaje, sino un ejercicio de memoria y un rescate de algunos de los materiales que había escrito en Su Otro Yo, como una manera de contribuir, aunque sea mínimamente, a escribir la crónica de la Ciudad de México en un aspecto que todavía no está suficientemente explorado: la noche”.
— Mencionas que para describir a Héctor Suárez recurriste a “una de las fotos de ese día”, refiriéndote al 18 de septiembre de 1985 que lo entrevistaste. ¿A qué materiales recurriste para contar estas crónicas?
“A la entrevista con Héctor Suárez, la tarde del 18 de septiembre de 1985 en El Patio, me acompañó el fotógrafo David Ricardo Quintero. Revisando material para el libro, encontré esa foto que fue el detonador de muchos recuerdos. Héctor estaba ensayando en El Patio para una temporada con Macaria, que comenzaría el viernes 20, que obviamente nunca se realizó.
“Mira, lo que quise hacer en este libro es lo que dice Kapuściński: “reportear la memoria”, por eso puede ser que haya incurrido en equivocaciones, que existan datos que no correspondan a lo que otras personas cuentan. Sin embargo, para mí son verdaderos porque así los recuerdo. En su nuevo libro, ‘Volar en círculos’, que es un libro de memorias, John le Carré dice algo similar: ‘Todas éstas son historias verdaderas contadas de memoria, por lo que (los lectores) tienen derecho a preguntarse qué es la verdad y qué los recuerdos en un escritor’. Es decir, a mí me interesó centrarme más en mis recuerdos que en la exactitud de los hechos”.
— Por mencionar la entrevista con Fernando Fernández (hermano de “El Indio” Fernández), ¿tenías conciencia del material que guardabas?
“En aquella época yo no estaba consciente de nada; hacía muchas cosas porque me divertía hacerlas, porque me interesaba hacerlas, nadie me obligaba. Casi todas las propuestas para la revista eran mías, algunas me las sugería don Vicente, pero yo determinaba si las aceptaba o no. Hurgando entre mis cosas, no podría llamarles archivos, me encuentro con un montón de notas, de entrevistas, de sucesos que tal vez ya no le interesan a nadie, pero que forman parte de la historia del espectáculo, de la cultura, de la noche de la Ciudad de México.
“Por ejemplo, hasta que estuve revisando los ejemplares de Su Otro Yo recordé que había conversado con Lupita Palomera o con Amparo Montes, porque, por otra parte, en ese 1985 yo escribía una vez a la semana en la cartelera de La Jornada sobre la noche, me pagaban muy poco, pero me divertía mucho”.
“A mí no me seduce la escritura bonita en el periodismo”
A propósito de su visita a Tijuana, ZETA no dejó pasar la oportunidad de dialogar con José Luis Martínez S. sobre “el mejor oficio del mundo”, como decía Gabriel García Márquez.
Para empezar, el director del suplemento cultural Laberinto de Milenio y autor de libros como “La vieja guardia. Protagonistas del periodismo mexicano” (2005) y “El Santo Oficio. Periodismo, literatura y cultura popular” (2013), argumentó sobre cómo las fronteras entre los géneros periodísticos tradicionales se han roto:
“Crecí con la idea de que en el periodismo hay objetividad, que es objetivo y que tiene géneros específicos: nota informativa, entrevista, crónica, reportaje, artículo. Al reportaje se le llamaba ‘el género de géneros’, porque contenía varios de los enumerados. En la actualidad, las fronteras se han roto, han desaparecido casi por completo, y en la entrevista puedes incluir crónica y opinión; y la crónica se ha vuelto más narrativa, que no es algo nuevo, sino que recupera la experiencia del nuevo periodismo norteamericano, misma que tienen antecedentes en muchos países, incluido México, con trabajos como la famosa entrevista de Regino Hernández Llergo a Pancho Villa, o los textos del ‘Güero’ Téllez sobre el asesinato de Trotsky.
“El periodismo ofrece en nuestros días una gran libertad para escribir, con un aire más fresco, donde el trabajo depende en gran medida de las cualidades de quien lo está realizando. De su imaginación, que no es lo mismo que ‘invención’”.
— Finalmente, ¿cuál sería el principal reto del periodismo tanto cultural como en general?
“El periodismo tiene una regla inviolable: lo que informa debe ser cierto, debe ser verdadero; en el periodismo no se puede atentar contra lo que es real. En la literatura, aunque hay muchas otras cosas, por supuesto, basta que los hechos sean verosímiles; si te están hablando de un romance en la Luna o de un mundo submarino, de un ser sobrenatural, todo debe ser verosímil, el lector debe creer que realmente eso sucede. Pero si al periodismo lo volvemos verosímil y no verdadero, estamos mintiendo, estamos incurriendo en una terrible falta ética, y desvirtuando la esencia del oficio que es informar.
“Por otra parte, hay muchos trabajos importantes de periodismo en México, libros de periodismo, pero no sé si eso que se denomina periodismo narrativo, es realmente el trabajo que se hace cotidianamente en los medios. Para mí, ésa es la prueba de fuego: qué estamos y cómo estamos publicando en nuestros medios habituales, porque no es lo mismo hacer un gran reportaje y llevarte meses o a veces años en lograrlo, que estar reporteando para el día a día.
“A mí no me seduce la escritura bonita en el periodismo, ni en la literatura tampoco, a mí lo que me importa es que lo que me están informando sea real, que lo que dicen que sucedió realmente sucedió; que lo que dicen que alguien dijo realmente lo dijo; que los datos que ofrecen tengan un sustento, y creo que eso a veces se pierde de vista con el afán de llamar la atención.
“Más allá de los adornos, más allá de que esté bien o mal escrito, más allá de cualquier otra cosa lo verdaderamente esencial, el alma del periodismo, es que sea verdadero”.