Estaban en La Paz. 1997, cerquita del mar Bermejo. Ni al gobernador del estado de Baja California Sur lo guarecían tanto. Las “Villas de La Paz” parecían asiento de encuentro presidencial. Al frente, atrás y en los lados estaban armados y avizorando agentes de la Procuraduría General de la República. Se codeaban no muy a gusto con los del estado. Conociéndolos, se les arrimó José Luis Esparza López. Me imagino su pregunta para adentro: “¿y ora qué?”. Entonces se atrevió y se puso frente a un empistolado. Y le pidió por favor llamar a Julio Salinas o Sigfrido Valverde. Nada más pronunciarlos, el par de nombres fue como “ábrete-sésamo” para los cuidadores. Entraron en la villa y regresaron con un trío de hombrones: “El Salitre”, José Luis Chan y Sigfrido Valverde. A todos los conocía. El visitante recibió a los visitados con cuatro palabras y una sonrisa: “Inviten a la fiesta”, para rematar con “¡no sean gachos!”.
Me figuro a los tres acercándose muy serios a Esparza. La referencia oficial que tengo es que Chan fue el primero en desenmarañar las preguntas: en aquel momento, nada de fiesta. Y aclaró, muy serio: simplemente reunión importante de negocios, de trabajo. José Luis los escuchó. No le estaban descubriendo a Rudolph Guiliani. Entendió con claridad absoluta y debió pensar que en las villas había “camaradas de mucha estatura”.
Hay constancias sobre la plática. Chan ordenó con una mirada a los guardaespaldas algo así como “vamos a pasar”. Y el grupo se encaminó al patio para llegar a una tentadora alberca. En lugar de bellezas embikinadas había muchos fulanos ametralladora en mano. Parecía exhibición de armas. R-15, una que otra Uzi y abundaban los “cuernos de chivo”. No lo dudo. Más de una de tales armas escupió balas para acabar con la vida de varios cristianos. En fin. Si la guaruriza afuera era síntoma de importancia, la de adentro se lo confirmó a José Luis Esparza López.
Chan simplemente le dijo: “Ya sabes, adentro está la clave privada de Tijuana”. Con tal referencia no necesitaba volver a preguntar. En alguna habitación, pero no sabía en cuál, se hallaría Ramón o Benjamín. Tal vez Francisco Javier. Pero eso sí, uno o dos, mas no los tres. De ello era sabedor por lo vivido, visto y oído acerca de la familia. Solamente se reunían cuando se trataba de visitar a su señora madre o más parentela. Nunca los Arellano estaban juntos. Como dicen por allí: “No hay que poner todos los huevos en una canasta”.
Al rato vio y saludó a su camarada Ismael Higuera, “El Mayel”. Salió de un departamento en la villa. Al lado, el hermano Gil, “El Gilillo”. Par de respeto y admiración en el narconegocio. Uno en La Palma y el otro libre, nadie los ha podido igualar. Versados “bajadores”. Así les dicen a los encargados de acondicionar “pistas” de aterrizaje. Seleccionar el lugar alejado de ciudades pero cercano a carreteras. Comprar a la policía y en silencio. Apoyarse en tantos hombres como vehículos sean necesarios. Lealtad en unos y buen funcionamiento con otros. Traspasar sin alto los retenes, tapizándolos antes de verde endolarizado. Y tener a los más expertos “cruzadores” para pasar la frontera, relacionados naturalmente con la policía estadounidense.
Catorce de noviembre, señalaba el calendario. Por la noche esperaban un jet colombiano retacado de cocaína. Planearon el aterrizaje en el meritito aeropuerto internacional. Pero de pronto aparecieron soldados por todas partes y con ellos no hubo arreglo. Por eso decidieron bajar la nave en Loreto, al norte de La Paz. Paraíso turístico apacible.
“El Mayel” organizó todo inmediatamente. Le avisaron de la llegada de un “jefe de jefes” colombiano. Por eso se esmeró. Entonces formó con efectividad tres “cordones de seguridad”. Para no fallar, en el primero, en el exterior, colocó al comandante de la policía Chavira. En el segundo círculo, a otro comandante, Armas Durán, con lo mejor de su equipo. La vigilancia más cerrada y clave la dirigió “El Mayel”. Inmediatamente tenía tres camiones de caja cerrada, “como de cinco toneladas cada uno”. Pick up Dodge Ram “azul gris de modelo reciente”, rodeada de hombres ametralladora entre los brazos. Los capitaneaba el comandante de la judicial federal Castro de Sosa y el agente Marco Antonio Nájera. También estaban José Luis Chan, Julio y José Luis Salas. Aparte, Mauricio Valderráin, Sigfrido Valverde y destacaban dos hombres pegados contra espalda a las puertas de la Ram. Adentro estaba Benjamín.
De repente en las alturas encendieron las fuertes luces del jet. Era un DC9. Indudablemente, pilotado por expertos. Bajó preciso en poco terreno y entre el “callejón” luminoso de los vehículos llevados por “El Mayel”. Rápidamente los camiones fueron acercados a la nave. Bajaron silenciosos entre 25 a 30 hombres. Nada más abrieron la puerta de la nave y tres se subieron. Empezaron a lanzar los grandes paquetes. En tierra, eran “cachados” mano en mano hasta llegar a los camiones. Todo el movimiento duró unos 45 minutos. Tal vez una hora. “El Mayel” y su hermano “Gilillo” estuvieron dirigiendo la maniobra. Desde la Ram, Benjamín observó sin platicar. Me imagino la satisfacción al saber que bajaban el último bulto.
El primer camión cargado fue conducido con rapidez pero mucha seguridad. Llegó a la carretera y el chofer “agarró” para el norte. Igual pasó con el segundo y los demás. Descargado el jet, sucedió lo increíble. Retumbó e iluminó un flamazo la cabina del jet. Para fortuna de los mafiosos, no pasó de allí. Solamente alguna chamusquina a piloto, copiloto y otra persona. Un agente de la PGR y otro estatal sudcaliforniano escucharon la orden de “El Mayel” y obedecieron: rescatar a los heridos y llevarlos a un hospital. Dicho y hecho.
“Que la palomilla se regrese y a ver cómo arreglan el avión”, fue otro mandamiento de Higuera. Nada más lo pronunció, se subió a la Ram. Quién sabe qué hablaría con Benjamín. Fueron los últimos en dejar el lugar y regresaron a Villas de la Paz. Pasaron allí dos que tres días. Unos asociados se quedaron a cuidarlos. Otros viajaron a Guaymas, más al norte. Según copia del acta judicial que tengo, los vehículos fueron escondidos en “Las Barras” y otros “por Belisario Domínguez y Saldívar”.
En total, y desde Colombia, en aquella ocasión recibieron 10 toneladas de cocaína. Hubo más policías ayudando y menos mafiosos. Oficialmente nadie se dio cuenta. Es para no creerse pero sucedió. Pero me sorprende: todo fue declarado oficialmente por José Luis Esparza López. Y nunca hubo acción oficial contra los comandantes y agentes federales o estatales. Intocables por obra y gracia de la mafia.
Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicado el 16 de octubre de 2009.