Entonces ni barba tenía. Llegó con otros dos estudiantes de leyes. Veintitantos años. No le tiraban a ser periodistas. Siempre sentí: Nada más querían una chambita. Ganarse algunos de los entonces muy devaluados pesos. La dolariza desapareció de Tijuana apenas meses atrás de aquel 1977. Creí: En realidad no querían desaprovechar la mañana. Es que tarde y noche asistían a clase. Y como el ABC/Tijuana era vespertino, les caía de maravilla. De principio no agarraban la onda. Aprovecharon utilizar sus cuadernos universitarios porque no sabían que el periódico les daba a todos los reporteros, libreta y lápiz para la tarea diaria. Naturalmente no traían carro. Por eso casi siempre cuando salían a trabajar pescaban el primer autobús. Se les hacía fácil. Lo agarraban saliendo del edificio que ya no existe y a un paso el bulevar Agua Caliente esquina con la calle Jalisco. O si no, se le pegaban a cualquier fotógrafo. Ellos sí traían carro y no se hacían del rogar.
A pesar de la novatez no eran tan-tan para escribir. Le pegaban bien a lo clásico del periodismo: Quién, cómo, cuándo, dónde, a qué horas y por qué. Resaltaban tecleando sus notas muy concisas. Sin tanto rollo. Ya en caso de apuro se auxiliaban con algún reportero de experiencia. Una, dos, tres veces sabían cuando traían buena nota. Entonces entregaban datos y la platicaban con harto detalle. A veces tenían la fortuna de lograr grabadora prestada. Pero había ocasiones cuando ni se las olían de excelentes informaciones. Se sorprendían al enterarse. Y más cuando la veían publicada y aparecía su firma con la de otros compañeros.
Uno del trío confundió la “reporteada”. Le salió algo así como “El Che” Guevara. Lo traía entre pecho y espalda bajándole del cerebro. Muchas inquietudes juveniles. Se dio el caso de llegar a discursear cuando se presentaba a tomar nota. Era muy apasionado. Traía un alboroto siempre al punto del hervor. De testigo cayó en protagonista.
Al otro amigo universitario le encantaba la nota policíaca. Se metía a fondo tal vez por las primeras enseñanzas de leyes. De repente investigaba como si fuera detective. Por eso en la redacción le apodaron cariñosamente “Sérpico”. Esto recordando aquella película afamada por el gran Al Pacino. Esa donde retrató con excelencia vida real y milagros de un policía incorruptible en Nueva York.
El estudiante restante era todo lo contrario. Serio. Discreto. Nada de farolear. Ni ruido hacía entrando o saliendo. Menos al dejar sus notas en el escritorio del Jefe de Redacción. Y cosa curiosa. Para no tener experiencia escribía bien. Concreto. Y lo que me pareció un milagro: Sin faltas ortográficas. Se llamaba Francisco Javier Ortiz Franco. Todos le conocíamos simplemente como “Pancho”. Nunca le endilgamos apodo como a todos los que caían en la Redacción. Navegaba tranquilamente en la seriedad. Ni paso apresurado ni actitudes aceleradas. Muy pegado siempre a la chamba. Alejado de la pachanga. Cada rato nos íbamos a tomar la copa. Cerca del periódico funcionaba el bar “La Redacción”. Era nuestro preferido y él no aparecía. Ni siquiera nos acompañaba cuando íbamos seguido a desayunar. Conoció a Héctor Félix Miranda. Y nunca hubo entre ellos el trato que “El Gato” tuvo con todos nosotros. Nada de vaciladas. Muy respetuosos. Solamente se veían a la hora de cubrir los sueldos. Entonces de eso se encargaba Félix.
La desgracia cayó sobre ABC en 1979. En medio del conflicto Pancho puso en práctica sus primeras enseñanzas universitarias. Pero más por convicción y no tanto por ejercer. El Día de Muertos en la madrugada tuvimos que salir. Nos sacaron a punta de chicanadas. Unos compañeros desertaron porque los espantaron. Otros tomaron camino diferente. Había una jovencita empeñosa y valiente. Su familia prefirió enviarla fuera de Tijuana. Los sobrevivientes del zarpazo gubernamental quedamos unidos. Francisco Ortiz Franco se sumó. Corrió riesgo sin necesidad porque no vivía del periódico. Pero sin zafarse siguió fiel. Estudiando. Jamás anduvo con exigencias ni truculencias. Menos le entró a la traición. Por el contrario ofreció esfuerzo en condiciones difíciles. No cedió ante la inconformidad surgida entre los propios sobrevivientes. Unos se fueron a crear un periódico destilando amargura. Y nosotros seguimos manteniéndonos publicando diariamente miles de hojas tamaño oficio mimeografiadas. Luego hubimos de suspender esa edición. Ortiz Franco no se hizo para atrás. Estuvo tan cerca hasta participar como fundador de ZETA en 1980. Desde entonces se puso la camiseta. Desechó meses después las invitaciones a desertar.
Al graduarse años después tuvo un receso periodístico. Instaló su despacho con varios compañeros de entre los que se encontraba Gabriela. Más tarde sería su esposa. Pero de pronto decidió regresar a ZETA. Se adentró en las tareas del semanario. Participó calladamente en la organización ante el crecimiento. Como que hacía todo precisamente para que nadie pudiera darse cuenta. Ni se encargaba de informarlo.
Desde 1985 empezaron a llegar las primeras generaciones de comunicólogos. No les negó enseñanza. Luego estuvo con la cabeza fría en los trabajos de fondo. Sacó a relucir sus conocimientos en leyes y criminología. Participó decisivamente en la investigación sobre el crimen de Héctor Félix, asesinado por guardaespaldas de Jorge Hank Rhon. Las constantes reuniones para analizar el asunto dieron pie a la creación del Consejo Editorial.
Estuvo entre los afortunados reporteros en llegar a Chiapas luego de alzarse el Subcomandante Marcos. Enfrentó a la primera fiscalía del caso Colosio. Fue el abogado de todos los reporteros que fuimos acosados por esa oficina. Acudió a eventos políticos nacionales. Fue becado por el gobierno estadounidense. Así visitó los mejores diarios de aquel país. Participó en la prolongadísima investigación del caso Colosio. Sus conocimientos legales y costumbre de probanza, nos llevó a escribir un libro entre los editores donde fue determinante para la presentación: Hechos, no suposiciones.
Sostuvo a ZETA con sus compañeros editores Adela Navarro y Héctor Javier González cuando las hordas arellanescas nos emboscaron y mataron al amigo Luis Valero Elizaldi. Salió al frente para marcar el rumbo en aquellos difíciles momentos. Lo calificó correctamente: Convicción a riesgo de todo y antes que intereses. Resaltó el deber de informar que implicaba en ocasiones peligro.
Así, con muchas otras actividades marcó su paso. Siempre discreto. Serio. Ecuánime. Por eso a él recurríamos cuando en el Consejo Editorial había división de opiniones. Nos encarrilaba.
Ortiz Franco aparte combinó la docencia con el periodismo. Impartía en el Colegio de Bachilleres (Cobach). Y a pesar de cubrir tres frentes navegaba en la tranquilidad. Tanta que en ocasiones me desesperaba. Con todo conservaba la calma. Razonaba su postura con la misma claridad que escribía cada semana el criterio editorial de ZETA. No siempre estuve de acuerdo con él. Algunas veces llegamos al punto del quiebre. Pero se impuso más su razón y prudencia. A veces bastaba el silencio. Eso era más que el tono conciliador.
Pancho no entraba a mi oficina a menos que se tratara de algo importante. Por eso lo hizo el lunes 14 de junio de 2004 durante la mañana. Recién regresaba de Tecate. Estuvo en una plática con “Los Madrugadores”. Sufrió momentos antes una leve parálisis facial. “Ya fui a ver al médico pero debo reposar y atenderme”. Le contesté: “Adelante Pancho. Atiéndete rápidamente. Tómate los días que sean necesarios. Y si se ofrece algo me avisas”. Nunca más lo volví a ver.
El Procurador del Estado Antonio Martínez Luna me llamó el lunes 22 de junio de 2004 a mediodía. “Alguien de ZETA fue balaceado”, dijo. Y como no tenía informes de quién, inmediatamente salí a revisar a los que estaban en la oficina. Localicé por teléfono a quienes andaban fuera. Hicimos el recuento. Todos completos. Ordené a mis compañeros ir al lugar del tiroteo. Me estremecí cuando por teléfono escuché el reporte de Ramón Blanco con voz temblorosa. “Es Ortiz Franco. Es Pancho”. Y con dificultad respondió a mi pregunta: “Está muerto”. Me imaginé el gran dolor sufrido por su hermano Lauro. Le comisioné precisamente para atender ese reporte de atentado. Debió ser demoledor para él. Luego supe detalles. Fueron cayendo certeros. Se desparramaron en Redacción, Sala de Editores, Administración, Diseño y Fotografía, en todo el edificio. Empezó el llanto desesperado. Unos abrazando a otros. Algunos congelados por la sorpresa. Y los que desesperadamente se negaban a creerlo. Por tercera vez en 24 años nos cayó la tristeza acarreada por la muerte. Por los asesinos.
Vivimos desde entonces momentos difíciles en ZETA. No se los deseo a nadie. Ni a quienes nos rechazan. Pero he platicado con todos mis compañeros. Han entendido la situación. No se ha dado la desbandada ni la desesperación. En medio del dolor se mantiene la calma. Pero también he pensado mucho. Tanto esfuerzo para crear un periódico independiente y que maten a mis compañeros. Tres que han estado a mi lado murieron por represalias a nuestro pensamiento. No por corruptos. Solamente disparándoles les quitaron la libertad. Algunos reporteros de otros diarios han dejado correr la versión: “Es por culpa de Blancornelas”. “Es un aviso para él”. “Si no lo pueden atacar a él porque trae mucha vigilancia, lo harán con los demás”. Versiones tan desatinadas como siempre sucede cuando se trata de ZETA. Somos invariablemente ninguneados. Desairados. Ignorados. Lo bueno que resalta al semanario lo ignoran. Solamente somos noticia cuando la tragedia nos envuelve o los juicios nos jeringan.
Recuerdo que cuando asesinaron a Héctor Félix en 1988 sobraron respaldos. Ahora me asquea que muchos reporteros y ciudadanos de aquel tiempo se rindan a Jorge Hank Rhon. Y peor que este hijo del Profesor hable de inseguridad. Aprovecha el crimen de nuestro compañero Francisco Ortiz Franco para su maldita publicidad contra la inseguridad. Está como los asesinos de nuestro compañero y amigo Luis Valero Elizaldi. Los perversos Alberto Márquez “El Bat” y Marco Antonio Jiménez “El Pato”. Par de odiosos narcotraficantes. Con cerros de dinero movilizan juicios para emplazarme en los juzgados. Dolosamente buscan meterme en contradicciones sobre cómo sucedió el ataque. Buscan mi encarcelamiento. La amenaza personal es constante. La protección por eso es enorme. Y todavía se burlan algunos periodistas.
Ya se olvidaron que Hank contribuyó hace 16 años a esta inseguridad. No quieren mencionar a sus guardaespaldas que mataron a nuestro compañero. Este candidato a fuerza y del PRI no tiene autoridad moral para hablar de eso. Llama “mi querido compadre” a Victoriano Medina. Estaba a sus órdenes cuando cometió el asesinato. Y seguramente no fue por iniciativa del mandadero matón. Victoriano fue el asesino. Era su empleado. Hank no tiene vergüenza hablando de inseguridad. Hasta duda de la justicia mexicana. La que en los tiempos de poder de su padre estaba en manos del PRI, su partido. Jorge Hank, diciéndolo en el folclore que quiere tener y debe entender: “No se habla de sogas en casa del ahorcado”. Le incomoda la revisión al expediente que venía realizando el Licenciado Ortiz Franco y por eso lo ubica en calidad de sospechoso. Podrá reclamar su inocencia desde ya. Sus incondicionales reporteros hasta pueden hacer lo mismo cuando criticaron a Germán Dehesa. Se lanzaron contra él por solamente opinar desfavorablemente de Hank. Dijeron que había convertido su presentación de un acto cultural en mitin. Pero han callado lo que otros brillantes escritores han censurado del gobierno foxista. De cómo está el país.
Con la seriedad que le caracterizaba, estoy seguro que Francisco Ortiz Franco rechazaría esto enérgicamente. Los que hoy lloramos su muerte no le daremos la espalda a su memoria.
Escrito tomado de la colección “Dobleplana” y publicado el 20 de junio de 2008; propiedad de Jesús Blancornelas.