Había una vez un municipio llamado Tijuanela en elecciones. Los candidatos miraban desde paredes y postes con ojos de papel las calles de la ciudad. Encaramados en mantas y espectaculares gritaban frases como “¡Tijuanela merece más!” o “¡La esperanza de Tijuanela!” o “¡Por un congreso ciudadano!” o “¡Hagámoslo juntos!” Y hasta “Por un gobierno que robe menos”. Otros callaban, limitándose a sonreír o poner cara de circunstancia en sus carteles, como si hubieran llegado tarde a la repartición de frases.
Los candidatos bajaban de paredes y mantas y tocaban puertas. Se apoderaban de los estrados y desde el micrófono prometían más o menos las mismas cosas: justicia, transporte, seguridad, limpieza, equidad, luminarias, orden, honestidad, etc., cambiando solo –según la orientación ideológica de sus partidos– el orden en que las decían.
Se les veía muy animados y hasta contentos, como si quisieran contagiar de su alegría al electorado. Sus alocuciones a un punto de la exposición llegaban a lo más difícil del discurso, cuando tenían que justificar su voluntad y entusiasmo por gobernar porque –para ser honestos– al pueblo no le quedaba claro cómo alguien que prometía tamaña entrega por una causa que, según aseguraban los mismos candidatos –distaba de los intereses personales– les produjera semejantes manifestaciones de júbilo anticipado. La escena se repetía cada tres años y los candidatos confluían, palabras más, palabras menos, en una misma conclusión, la que para fines expositivos queda resuelta en esta frase que los menos imaginativos recitaban de memoria: para devolverle a Tijuanela “algo” de lo mucho que me ha dado.
La gente de Tijuanela aplaudía. Unos porque así se les dijo y otros –la verdad sea dicha– más por pena ajena que por convicción; sin remedio, eso sí, como resignados a un destino que ya no podía ser otro para ellos.
Así las cosas, los ciudadanos más optimistas –que todavía quedaban unos– hacían conjeturas en un papel anotando “merecimiento”, “esperanza”, “congreso”. “juntos”… “robar menos”; palomeando todas sin decidirse a tachar alguna.
Y había otro grupo de ciudadanos, de esos que ya hacía mucho tiempo que no aplaudían, cuyas deliberaciones apuntaban de plano a la suspicacia. La trillada teoría de la presunta “devolución” a Tijuanela de parte de los candidatos ya no les cuadraba y habían llegado a la conclusión de que adentro de las urnas había gato encerrado.
Eran de este grupo los que fueron a buscar al filósofo. Aunque Platón y Aristóteles dormían ya el dulce sueño de los libros cerrados de la Biblioteca Benito Juárez, todavía quedaba uno escondido, entregado a la lectura y la reflexión, sin mayor aspiración en la vida que la de pasar desapercibido a la sombra de cantantes que llegaban cada fin de semana de los cuatro puntos cardinales para presentarse en la monumentela y de sudorosos jugadores de fútbol que metían goles en la televisión los sábados a medio día.
El filósofo exclamó: “¡¿Yooo?!”
“Queremos que tú seas”.
“¡Pero es que yo no quiero ser presidente!”
“Precisamente por eso queremos que tú seas. Estamos cansados de gente que quiere gobernarnos por pura codicia y ambición de poder. Queremos un presidente que no quiera ser presidente”.
Dio mil excusas, pero de nada le valió. Aceptó con una condición: “Yo les doy ideas y todos gobernamos”.
Cuando lo sacaban en hombros de su modesto encierro alcanzó a mascullar para sí estas palabras que nadie oyó: Que venir a sacarme de mi tiempo y de mi espacio; de lo más preciado que tengo en esta vida que son mis pensamientos…
Moraleja: Este 5 de junio votemos por el candidato que tenga menos ganas de ganar. Al menos valdrán más su tiempo, su espacio y sus pensamientos.
Alfredo Ortega Trillo
Tijuana, B.C.