Antes de conocer a José Arturo personalmente, ya lo conocía por nombre. Yo estaba en la Preparatoria Federal Lázaro Cárdenas, era dirigente estudiantil, y el director de la escuela, quien era mi amigo, el Prof. Jesús Ruiz Barraza, se la pasaba hablando de él constantemente; que Arturo qué brillante; que Arturo qué capaz, etcétera, al grado que empecé a generar cierta antipatía, sin conocerlo.
Lo conocí después en uno de los muchos viajes que realicé a la Ciudad de México, para apoyar la federalización de nuestra querida preparatoria, la cual de palabra había sido federal izada por el Presidente Echevarría, pero en los hechos había oposiciones y burocratismo que demandaba estar constantemente insistiendo. Barraza se apoyaba mucho en nosotros, los líderes de la Prepa, porque éramos audaces y libres y no nos deteníamos ante la burocracia de las autoridades educativas.
Volviendo a Arturo. Llegó un día a ver al profesor Barraza al hotel, alto, bien parecido, bien peinado, culto, un poco gritón, pero con una gran cultura jurídica y política. De inmediato se cayó la incipiente antipatía que las permanentes alabanzas de Barraza había generado y empecé a gozar de su amistad. Le apasionaba la política, podía pasarse días enteros hablando de ella. Con una gran memoria recordaba fechas, anécdotas, nombres de casi todos los presidentes de México. Era un magnífico imitador de la voz y gestos del Presidente Luis Echeverría.
Así, de viaje en viaje fue creciendo la amistad, que se reforzó con la que forjé con Pedro, su hermano, quien con otra personalidad, más seria, más profunda, era también un apasionado de la política. Por andar de grillo y en estos viajes que les cometo, reprobé química y matemáticas en el último semestre de la Prepa, y Pedro, o Pedrolas, como antes le gustaba le dijeran, empezó a enseñarme estas materia en su casa; fue un verano extraordinario, estudiando, jugando ping pong y saboreando la magnífica comida de Doña Olga. Me convertí en un íntimo de los Ochoa.
Por supuesto pasé los exámenes y junto con Pedro y Javier Díaz Núñez, nos embarcamos en una aventura a la Ciudad de México, para continuar nuestros estudios, yo Derecho, Pedro Arquitectura y Javier Ingeniería Química, para entonces José Arturo había dejado la Escuela Libre de Derecho y se matriculó en la carrera de Derecho en la UNAM.
Así, sin planearlo, nuestras vidas se entrecruzaron nuevamente. Al principio él vivía con sus tíos en la calle de Medellín, después cuando a Javier lo enviaron a uno de los planteles descentralizados de la UNAM, Arturo se movió a nuestro departamento, donde compartiría habitación con el gran amigo y desaparecido prematuramente Héctor Lucero Antuna. Así ellos en una habitación y Pedro y yo en otra, empezó una etapa de estudio, de amor a la lectura y al cine.
Arturo era un gran lector, le fascinaba leer de política y luego teníamos discusiones amplias, a veces intensas, sobre nuestras lecturas. ¡Ay, qué días tan bellos! ¡Cómo quisiera que nunca hubieran terminado! José Arturo, por la relación con Héctor se hizo muy amigo desde entonces de Diego Valadés; éste gozaba mucho de sus ocurrencias e inteligencia, fueron muy amigos. Yo me quise inscribir con Diego, por la relación con los Ochoa, pero ese semestre, que me tocaba Derecho Constitucional, Diego dejó de dar clase y por consejo de otro gran amigo, Jorge Castro Valle, me inscribí con Jorge Carpizo, también por desgracia para México, muerto prematuramente. Así se llevó a cabo una relación paralela con dos de las mentes jurídicas y políticas más grandes de México: Arturo y Pedro con Valadés y yo con Carpizo. Sin querer se generó una curiosa y sana competencia, quién era mejor, Diego o Carpizo, quién llegaría más lejos.
Por los Ochoa me acerqué a Diego y me hice también su amigo, pero nunca tan cercano e íntimo como Arturo. Pasó el tiempo, José Arturo y yo compartíamos maestros en la facultad, José Arturo sabía mucho y era muy inquieto. De repente nos avisó que se regresaba a Tijuana. La extrañaba mucho, la quería mucho, siempre recordaba e imitaba al presidente municipal de Tijuana de aquella época, Prof. Marco Antonio Bolaños Cacho, diciendo con una perfecta imitación “quiero a Tijuana como a mi madre, cómo voy a ofenderla”.
Nos hacía reír mucho. Era muy nostálgico de la ciudad, tal vez por eso años después aceptaría regresar con el cargo que lo llevó a la muerte. Siempre, casi a diario me decía, “maestro Amador, si estuvieras en Tijuana, ¿qué estarías haciendo? Yo, tomándome una malteada del McDonald’s y comiendo una “Big Mac”.
Pasó el tiempo, Arturo se hizo muy amigo, ya lo era, pero ahora más, del ya para entonces ex presidente Luis Echeverría, se la pasaba en su casa, creo que hasta llegó a ser su secretario, ya no recuerdo. Ahí una vez le preguntó a Echeverría algo que quedó siempre en mi mente, desde aquel entonces. Presidente –le dijo José Arturo–, ¿qué se requiere para ser Presidente de México? Echeverría seguramente frunció el ceño, como acostumbraba cuando quería hacer una reflexión profunda. “Una gran lealtad y horarios descomunales de trabajo”, le contestó de tajo el ex presidente.
La vida siguió, José Arturo se regresó a Tijuana, terminó allá su carrera, luego se regresó a México con Diego Valadés y trabajó junto a él; lo quería mucho. Un buen día me entero que lo nombraron director de administración de la Procuraduría General de la República, me dio mucho gusto, porque estaba entre amigos. Su jefe era Mario Ruiz Massieu, también muy amigo mío, parecía que se llevaban bien, pero yo conocía el verdadero carácter de Mario, pues fuimos compañeros en el Instituto de Investigaciones Jurídicas y en el Jurídico de Gobernación, era taimado, no daba a conocer sus verdaderos sentimientos y estoy seguro yo, que no le gustaba la presencia de Arturo en ese vital puesto, quería tener control de él, pues además de lo administrativo controlaba la designación de delegados, así que conociendo el carácter y la nostalgia de José Arturo por Tijuana, sabía que al ofrecerle la delegación de la PGR en Baja California, cosa que hizo, con sede en Tijuana, éste de inmediato la aceptaría y el tomaría control del puesto de José Arturo.
Don Jesús Reyes Heroles, el último gran ideólogo del PRI, le llamaba a esta maniobra, caerse para arriba, pues aunque parecía un ascenso, en la realidad no lo era. A mí no me gustó su cambio, se lo dije, cuando me comunicó tal nombramiento, “tú eres un intelectual, un pensador, tienes mucha sensibilidad, no te veo en ese puesto, persiguiendo narcos y todo lo demás”, pero pues ya estaba hecho y el destino de José Arturo decidido. Nunca lo volvería a ver, él con su responsabilidad y a mí Luis Donaldo Colosio me había dado la enorme responsabilidad de ser el responsable y organizador de su elección, así que viajaba mucho y no tenía tiempo casi para nada. La noticia de su muerte me causó un gran dolor, todavía me lo causa. En mi mente reproduzco el momento y me duele mucho.
José Arturo no le hacía daño a nadie, lo veo corriendo confiadamente y de repente un fogonazo que acabó con su vida, con su futuro. Qué tristeza, qué dolor. José Arturo estaba destinado para más, pero las ambiciones palaciegas los pusieron en el camino de la sangre y la muerte. Qué bueno que no tuve contacto con él en ese tiempo, así siempre lo recordaré, riendo, haciendo bromas, caminando en la Alameda, fingiendo que yo era un personaje importante y él mi guarura. Jajajaja.
Lo recordaré por su brillantez intelectual, por la frescura de su amistad y por los momentos de formación de nuestra personalidad que juntos compartimos. Así recordaré siempre a José Arturo.
Amador Rodríguez Lozano, potosino radicado en Baja California. Fue Senador, Diputado Federal y Ministro de Justicia del Estado de Chiapas.