Desde principios de los ochentas el narcotráfico quebró la tranquilidad de los tijuanenses; violentó sus calles; pervirtió a una parte de su sociedad; compró periodistas deshonestos y acribilló a los que no tenían precio ni miedo; asalarió a abogados y autoridades; y convirtió en lavanderos a empresarios. La impunidad con la que se manejaron se convirtió en leyenda que seducía a muchos “ricos” por adhesión, es decir, a jóvenes que por vecindad o escuela les había tocado convivir con verdaderos ricos, quienes, pistola en mano, se incorporaron a las filas de la delincuencia organizada, a ellos, Don Jesús Blancornelas y el semanario ZETA, valientes cronistas de la descomposición social que significó la irrupción narquil en Tijuana, los bautizaron como “narco júniors”. Con ellos, el cártel se consolidó y legitimó como tijuanense.
El cártel de Tijuana mataba por diversión, venganza, represalia, paranoia, negocio, y desde luego, para proteger su territorio, pero el narcomenudeo no fue un motivo hasta que fue negocio, después de que los Hermanos Arellano empezaron a pagar la prestación de servicios de protección y sicariato con especie, esta circunstancia extendió la violencia y la presencia de la organización criminal a las colonias populares y dividió a la ciudad en territorios, con sátrapas violentísimos, empoderados y enriquecidos, capaces de cualquier barbaridad. “La familia” extendió su poderío, pero embriagados, tomaron por error la cicuta que habría de aniquilarlos.
Su control y poderío territorial eran evidentes, pero nunca estuvieron solos, el cártel de Sinaloa siempre mantuvo la disputa territorial con células que operaban discretamente y siempre estuvieron al acecho de una oportunidad, ésta se les presentó, cuando las autoridades federales descabezan al cártel de Tijuana y al frente queda gente sin autoridad ni arrestos para mandar en ese mundo de monstruos y animales empoderados. La ruptura entre los sicarios beneficiarios del reparto territorial, apoyados económicamente por el cártel de Sinaloa, y los herederos inexpertos de los “hermanos”, inauguró la etapa más violenta y triste de nuestra historia: narcomenudistas miserables utilizados como mensajeros del terror aparecían sin manos, lengua o cabeza por docenas; asaltos y secuestros a negocios y empresarios legítimos, servían para reabastecer las arcas de los involucrados en la guerra civil del inframundo; la autoridad policial del municipio desautorizada, al servicio de Teos, Muletas, Perras, Balas, Inges y demás psicópatas, a quienes no solo les brindaba protección, sino los acompañaba en sus fechorías.
Es en este escenario desolador que irrumpe, con actitud de Júpiter tronante, la figura del Teniente Coronel Julián Leyzaola, quien no solo decide rechazar ofertas ilegítimas de empleo, sino enfrentar, a sangre y fuego, al poder desorbitado del narcotráfico; lo hizo humillándolos, llamándolos marranos, asesinos, delincuentes, para bajarlos del pedestal en el que el miedo y la admiración natural del ser humano a cualquier tipo de poder, los había encaramado; lo hizo, arrebatándoles a la policía municipal y recuperándola para la ciudadanía.
Esa guerra la ganó, contundente y expeditamente, pero hay evidencia de que lo hizo con los peores métodos, aquellos con los que una sociedad civilizada no se puede sentir orgullosa, y que no pueden convertirse en forma legítima de un gobierno democrático para brindar seguridad. ¿Podría haberlo hecho de forma distinta un militar honesto convertido en policía? ¿No acaso las conductas fascistas perviven en forma de virus latente en todo cuerpo militar?
Hoy, cuando la sociedad parece estar harta del sistema y que juzga al narcotráfico como parte de éste, el Teniente Coronel ha presentado su candidatura a la presidencia municipal, lo hace, después de haber pacificado a Ciudad Juárez, otra ciudad fronteriza emblema del poderío delincuencial; después de haber perdido la movilidad de sus piernas a manos de los delincuentes a los que derrotó. Parece hacerlo exitosamente, acompañado en simpatías por una parte importante de la comunidad tijuanense, que, pragmáticamente, estima que sus pecados son los de un cruzado y merecen ser expiados. Veremos.
Jesús Alejandro Ruiz Uribe fue dirigente del PRD en Baja California, ex diputado local por el mismo partido y actualmente es Rector del Centro Universitario de Tijuana en Sonora. Correo: chuchoruizuribe@gmail.com