Los Donez
Fue un oasis permanente nuestra “Gremita Tavo”, Consejera realmente sabia, Madre de todos invariablemente, Amor desbordante de forma incuestionable, Amiga durante infinidad de años como la mejor, Financiera desprendida cuando era necesario, Comadre al ser madrina de mi último bebé, pero sobre todo, una fuente infinita de presencia indispensable, en cualquier acto de la vida que requiriera el manto protector de la sangre de nuestra sangre y de la carne de nuestra carne, mi adorada Abuela Doña Octavia “Tavita” Quiñónez Gonzales de Mora.
Refugio inagotable, podía contarle todo, indudablemente tenía respuestas para cualquier situación complicada de infantes, niños, adolescentes, adultos, parejas, nueras, yernos, familias, matrimonios, hijos, nietos, madres, padres y el largo etcétera que componía su majestuosa estirpe a la que se entregaba plena y bienhechora sin la menor vacilación. Un millón de anécdotas tiene mi existencia a su lado por más de cuatro décadas, desde el departamento que ocupó en la calle Constitución, pasando por infinidad de espacios, hasta la tienda que gobernó trabajando incansablemente durante toda su vida en la Sexta, donde también residía, hasta la Jalisco en la Cacho, donde nos cuidó a todos, porque debo de confesar que me faltó valor –prefiero recordarla inmaculada– para abrazarla en su último aposento en Las Palmas, aunque el lloroso dolor de la despedida en la del Carmen, jamás se extinguirá.
Con tan sólo 10 años, me enseñó el país, en un viaje mágico por tren que partió de Mexicali a la Capital, acompañado de mis queridos primos Liliana y Luis. Durante la increíble travesía nos fue describiendo cada ciudad, cañón, ladera, montaña, puente, pueblo que veloces pasaban frente a nuestros maravillados ojos, captando la esplendidez de los paisajes, bajando ocasionalmente a tomar helados en las distintas estaciones, porque la comida ella la preparaba con sus hermosas manos, pletóricas de exuberantes recetas que hacían delicias gastronómicas, inventando para deleite del escribiente la sopa de tortilla que nadie podrá jamás igualar. En ese viaje, ya en la Ciudad de México me enseñó a trabajar orgullosamente desde niño, mandándome con mi Tío Richard a la tienda que regenteaba, donde conocí la moneda nacional, ganando mis primeros pesos como “cerillo”, algo que me llena de añoranza y de satisfacción. Ahí también los domingos me convertiría en monaguillo al llevarme a la iglesia para inculcar los dogmas de nuestra fe, guiando mis primeros pasos en la religión católica que fue su apostolado.
Doña Octavia, mi abuela, con los años, ya de adultos ambos, me nutrió de los más grandes valores, como el trabajo y la familia en primer lugar, la honradez y el apoyo constante hacia el prójimo, como hermanos hijos de Dios, en lo que creía fervientemente, desempeñando su labor como una Santa que regaló su rica presencia a infinidad de seres humanos que fuimos iluminados con su grandiosa estela que hoy nos sigue guiando desde el cielo, adonde todos los días le enviamos nuestras bendiciones y rezos envueltos de besos amorosos y a la que nunca olvidaremos.
Hasta siempre, buen fin.
Carlos Mora Álvarez, es orgullosamente tijuanense. Ha sido servidor público y dirigente empresarial. Actualmente es Presidente Ejecutivo del Consejo Estatal de Atención al Migrante. Comentarios y sugerencias: carlos.mora.alvarez@gmail.com