San Luis Potosí es un estado donde nunca hay temblores. Por eso cuando en Tijuana los sentí por primera vez ya no hallaba qué hacer. Me entró el miedo. Tanto como cuando quedó fuera del periódico don Mario Novoa. Tanto como la amenaza de huelga cuando los empleados nos afiliamos a la Ce-Te-Eme en busca de mejores sueldos y nos iba peor. Cinco dólares diarios era mi sueldo desde el primer día que llegué a El Mexicano. Y cinco dólares me siguieron pagando hasta cuatro años después, a pesar de los ascensos concedidos.
Empecé como reportero cubreturnos y pasé a titular. Luego, a encargado de asuntos especiales. Más tarde a secretario de Redacción para terminar como jefe de la Redacción Central, controlando la información de todo el estado y con tres ediciones bajo mi responsabilidad. Tres, pero afortunadamente siempre bajo el ojo pedagógico del maestro Lozoya Godoy y el constante empuje de Téllez Fuentes. Pero no mejoraban el sueldo. Cinco dólares diarios.
Por eso cuando me ofrecieron setecientos cincuenta pesos a la semana en el nuevo periódico La Voz de la Frontera de Mexicali, era mucho dinero para rechazarlo como sueldo. Y jefe de Redacción era una buena posición. Sería el segundo de abordo y con más probabilidades de ascenso. En El Mexicano era el cuarto en jerarquía y no podía subir a menos que muriera o corrieran a uno de los tres que estaban más arriba.
Hubo muchas habladurías sobre el origen de La Voz de la Frontera, pero la verdad es que no eran japoneses sino mexicanos los dueños: Don Fernando Díaz Todd, uno. Fue tesorero en el gobierno de don Alfonso García González, cuando diez años atrás Baja California todavía era territorio y no estado. El otro era don Alfredo Aldrete. Su padre fue gobernador y él, aparte de ser en ese entonces diputado, resaltaba como promotor. Era uña-y-carne de don Eligio Esquivel Méndez, yucateco, ingeniero hidráulico reconocido internacionalmente, lisiado de una pierna, ambastonado; pero al fin y al cabo gobernador del estado. El segundo por elección que tuvo Baja California.
A los dos días que se abrió La Voz de la Frontera, don Cristóbal Garcilazo renunció. Quería ser Director-Gerente General, pero solamente le dieron el primer encargo. El segundo no, y allí tronó todo. Por eso se fue –como la letra de la canción– sin decir adiós. Y también por eso ejercí solamente dos días el cargo de jefe de Redacción. Del tercero en adelante fui el subdirector general, con toda la carga encima, pero con la escuela de los años inmediatamente anteriores.
Lo malo fue que los dueños gastaron mucho en los preparativos y en la compra de maquinaria. No les vendieron lo que necesitaban sino lo que el proveedor quiso. Allí estaban Sergio Gómez Silva, Edmundo Bustos, Cipriano Gálvez de la Rivera, Ignacio Aguirre –el monumental “Bigotes”–, Manuel Ramos Saldamando, Colilá Eguía que le heredó el puesto a su hermana, la inolvidable “Titina”. Luego se sumarían César Villalobos y Arturo Casillas; Juan Manuel Zavala y Arturo Galván. El admirable Miguel Ángel Sánchez. “Chatito” Quintero, el fotógrafo leyenda; Carlos Estrada Charles y Enrique Estrada Barrera. Más tarde llegaría Hugo Gastón y su tropa de jóvenes fotógrafos.
En 1965, el periódico, administrativamente, “tronó”. Tuvieron que vender a 25 centavos lo que valía un peso. Mario Hernández y la Cervecería Cuauhtémoc, don Alfonso Bustamante y “Chino” Longoria, Pancho Gallego y Nacho Guajardo, el señor Terrazas… todos, todos, se convirtieron en nuevos dueños y a sugerencia del grandioso Juan Luke pusieron a Rogelio Gil de director. Me quiso correr. Pero no podía. Los vendedores habían puesto como condición a los compradores que yo me quedara. Que no me movieran de mi lugar. Pero Fontes Gil me mandó a San Luis Potosí según eso para descansar esperando que no regresara, pero sí volví.
Quería alejarme del periódico. Que no metiera la mano. Me puso a realizar trabajos ridículos. Me mandó a visitar cuanto periódico encontrara en California suponiendo que no lo haría. Me mandó entrevistar a cada director de periódico en Tijuana y saber los nombres de los reporteros y la maquinaria que tenían. Todo lo hice. No hallaba cómo correrme.
En su castigo iba mi aprendizaje. Me odió. Pero nunca supo cuánto me sirvió. Gracias a él, y sin él saberlo, conocí sistemas, conocí maquinaria y conocí periodistas en Tijuana. El más franco de todos esos periodistas era don José Garduño Bustamante de Noticias. Más con sinceridad que con solemnidad, me dio vida y milagros de políticos y periodistas. Don Rubén D. Luna en El Heraldo fue exageradamente caballeroso, en tanto que don Ricardo Gibert en el Baja California me abrió los ojos en mucho de lo recóndito. Y en Estados Unidos vi los primeros pasos del periodismo, entonces del futuro, que ahora vivimos. Conocí el San Diego Union cuando estaba en la Broadway, a pocos pasos del US Gran Hotel y La Placita.
Después de tanto jeringarme inútilmente, a falta de mi renuncia, Rogelio Fontes Gil me mandó a Tijuana para abrir una corresponsalía. A vivir solo en un cuarto del motel La Sierra, que también me servía de oficina y dejando a mi familia en Mexicali.
En 1965 abrí formalmente la corresponsalía frente al hipódromo. Me la rentó don Héctor Luttheroth. A un lado de la que Gene Carrasco tenía y desde donde transmitía su programa de radio. Entonces empecé a tomarle el pulso a la verdadera política. A la política de altura en Tijuana.
Me tocó ver al Partido Revolucionario Institucional (PRI) en la cumbre y en la derrota. La terrible derrota del 68. Aquí fue cuando pasó a mi lado la política, y –como dice la canción– sus ojos ni siquiera voltearon hacia mí. Pero me gustó. Me encantó. Me apasionó tenerla de cerca, estar tan cerca de ella y verla a veces alegre, otras seria y otras triste. Iba de bonita a fea hasta ser horrible. Lo mismo simpática que antipática. Adorable y odiosa. Poco a poco fui viendo y conociendo sus quién-sabe-cuántas caras.
Y cuando 1968 estaba en sus últimos días, regresé a Mexicali para dirigir La Voz de la Frontera. En secreto, a solicitud de los dueños, viajé a Tijuana y Mexicali para tener dos reuniones con ellos. Primero me preguntaron si estaba dispuesto a dirigir el periódico. Luego me pidieron un plan de trabajo y lo presenté.
Lo que no me dijeron fue que Fontes Gil confundió el periódico con una oficina de gobierno y económicamente llevó todo al traste. Con franqueza, no sabía administrativamente en la que me estaba metiendo. Acepté el cargo por llegar a ser el director de un periódico. Pero no reparé en la situación económica ni tampoco los dueños me previnieron de esa dificultad. Y de no haber sido por la excelencia administrativa del contador Vicente Guerrero, me hubiera ido al hoyo del fracaso. Hizo un gran papel. Un gran papel.
Seis años después, por motivos políticos, me corrieron de La Voz de la Frontera. Me quedé sin trabajo. Me ofrecieron uno en Excélsior y otro en Venezuela. Me fui un mes a La Paz donde querían fundar otro diario y…nada. José Alberto Healy, de El Imparcial de Sonora, me invitó a Hermosillo para conducir su periódico, pero cuando llegué para iniciar pláticas ya había anunciado a los empleados que yo era el nuevo director. Ni modo. Me quedé. Por suerte me tocó vivir entrevistas presidenciales y una interesante etapa en el gobierno de Luis Echeverría; vivir de cerca la administración de Carlos Armando Biebrich.
A fines de 1976 me volvieron a correr, también por motivos políticos. Salí de El Imparcial y estuve un tiempo en 24 Horas, además de enviarle notas, a mediodía, a Talina Fernández que se encontraba en Televisa. Pero la suerte me devolvió a Tijuana: Los problemas que hubo para comprar casa en Hermosillo fueron más para venderla. Regresé al casi muerto Noticias, a donde nada más estuve once meses y medio. Otra vez la política me sacó de la dirección. Luego nos lanzamos a crear ABC, que terminó en un episodio desgraciado. Para variar, la política me sacó de allí.
En 1980, nació ZETA.
En suma, 36 años han sido suficientes para vivir lo que pocos en política; conocer a líderes, empresarios, regidores, alcaldes, diputados, senadores, gobernadores y presidentes de la República.
Tomado de la colección “Dobleplana” de Jesús Blancornelas, publicado el 8 de abril de 2011.