Llegó a buscarme y no quiso decir para qué. “Pregúntenle su nombre y el motivo”, dije a la recepcionista. La respuesta inmediata: “Dice que no puede dárselo, pero es muy importante hablar con usted”. Fui a verle; antes de saludarlo, soltó un “¿podemos hablar a solas?” y volteando para todos lados dijo casi en secreto: “un minutito nada más”.
Lo pasé a la sala de visitas. Nervioso, enchamarrado, pantalón de casimir, buen calzado, pelo largo, corpulento; casi los sesenta años. Miró a las paredes por si alguien nos estuviera oyendo; echó una ojeada rápida a los muebles. “Perdone, pero…. ¿no me están grabando?” Un “no” fue mi respuesta, acompañada de “para qué esté más cómodo puede revisar”. Lo hizo; al terminar se quitó la pesada chamarra, sacó su cartera del bolso trasero derecho y me mostró una charola; era agente de la Policía Judicial Federal.
Vino entonces su desahogo. Sentado en un sofá, mirada al suelo, cigarrillo entre los dedos, fumándolo con ansiedad como si fuera el último de su vida y dejando escapar el humo con rapidez. “En la mañana descubrimos un gran almacén de mariguana”, fueron sus palabras. Andaba con su pareja y, sin avisar a la superioridad, alguien les dio “el pitazo” y se lanzaron al domicilio en la colonia Libertad; vieron a lo lejos el almacén, tal y como se los habían dibujado. “Vamos a pasar disimuladamente primero por enfrente”, dijo a su compañero. Y cuando en eso estaban se llevaron la sorpresa hasta el estremecimiento: policías municipales vigilaban y protegían la entrada de la bodega y sus alrededores.
“No… pues vamos a preguntarles”; y se bajó mi informante recordando haberse identificado con los policías preguntándoles qué estaban haciendo allí. “Comisionados por el agente del Ministerio Público, licenciado Miguel Ángel Rodríguez”. Como al buen entendedor, detective y acompañante se retiraron; entonces sí fueron e informaron a su jefe. Los tres coincidieron en que alguien muy importante estaba detrás; el superior les dijo con desenfado: “mejor olvídense del asunto y síganle con otra cosa”, advirtiéndoles: “Ni se acerquen por allí”.
De puro coraje, me contó el amigo aquel, “informamos a la Zona Militar con detalles pero no dimos nuestro nombre”. ¿Y? “Pues llegaron los soldados, entraron a la bodega, detuvieron a los policías y decomisaron toneladas de mariguana. Cargaron con todo al cuartel”. Interrogaron a los jenízaros; el miedo los hizo hablar. Uno confirmó la versión original: comisionados por el agente del Ministerio Público. Otro, que no era guardián sino que empaquetaba la hierba, soltó nombres: “Los dueños son los Arellano Félix”.
Era septiembre de 1985 y la primera vez que oía su nombre. Así, con todos los detalles publicamos en primera plana: “La mafia llegó a Baja California”. Logré una copia del acta en la Procuraduría para respaldarme; allí también la del Ejército.
Entonces sucedió con la publicación como si hubieran levantado el telón en un teatro antes de la hora y quedaran al descubierto los actores sin maquillar o ensayando. Patrullas y pick-ups de la Policía Judicial del Estado conducidas por agentes fueron retacadas de ejemplares de nuestro semanario. Los polizones compraron a todos los voceadores y en cualquier puesto cuanto periódico vieran.
Eso provocó la extrañez del lector, despertó la expectación y me quedó muy claro: el gobierno del estado era el protector del narcotráfico. A la siguiente semana repetimos la nota, pero acompañada de las fotos cuando los agentes compraban los ejemplares. Narré este episodio, sin tanto detalles, en mi libro Una vez nada más en 1996.
Pero al paso del tiempo el panorama se fue aclarando y se pudo saber cómo los Arellano utilizaban al fiscal para proteger la mariguana. Empaquetaban, se la entregaban a un personaje del que solamente supe que le llamaban “El Nelo” y la llevaba a Estados Unidos. En una de ésas, los Arellano le llamaron; querían saber quién dio “el pitazo” y dónde había quedado el dinero. “El Nelo” dijo: “El único que sabía era el licenciado Rodríguez y le pagué a él un millón de dólares”. Ramón y Benjamín se enojaron; aparte de perder droga y bodega, los “bailaron” con el dinero; por eso ordenaron ejecutar inmediatamente al licenciado.
Unos dicen que lo mató Federico Sánchez Valdés, joven del cártel; otros, según testimonios oficiales, indican a un tal Pedro. Pero quien haya sido, la realidad fue: esperaron a que el abogado saliera de su casa; cuando pasó a su lado, despreocupado, le soltaron uno, dos, tres balazos; el primero a la cabeza. Deshilachado se desplomó irónicamente frente al Colegio La Paz.
Con el correr de los años descubrí que el licenciado Miguel Ángel Rodríguez nunca traicionó a los Arellano salvo a Francisco; tampoco reveló el sitio donde estaba la mariguana; y no recibió el millón de dólares, escamoteándoselo, como pensaron los hermanos mafiosos. Se equivocaron, ejecutaron a un hombre que les era fiel; y fue cuando se dieron a conocer como los peligrosos Arellano Félix.
Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas y publicado el 2 de octubre de 2009.