Sirva la presente para saludar afectuosamente a todo el personal de ese prestigiado semanario. Hace rato vi en internet una imagen que hizo trasladarme al pasado mágicamente. Un comal de hierro sólido, grueso, sobre unos pequeños pilares de ladrillo, pegado a la pared, negra por el contacto añejo con el calor y el humo, en la cocina con piso de tierra. Apenas podía acercarse uno ahí. Las brasas al rojo vivo, de leños de mezquite o huizache, traídos ex profeso día a día del cerro que estaba cruzando la carretera, por el tiro al blanco (un lugar ya en ruinas donde anteriormente practicaban tiro los militares de la zona), o por el bordo (un pequeño lago). Así empezaba Doña Margarita el trajín diario, prendiendo el comal para empezar a hacer las tortillas que más tarde vendería a los vecinos. Gruesas pero no mucho. Con buen sabor. Calientitas, recién hechas. Temprano también y en una esquina del comal ponía el café y los obligados frijoles. Sus muchachos se levantaban temprano para ir a la Escuela “Luis Moya”, que está a unas cuadras hacia abajo, cruzando el jardín y la iglesia de “Santo Domingo”. Al muchacho mayor le tocaba la molienda del nixtamal a eso de las cinco de la mañana. Si era un balde, lo llevaba abrazado al pecho unas cuadras hacia el centro del pueblo, cruzando la plaza de toros y el hospital, por el mercado. Ahí está aún el molino. Si eran dos o más, en una carretilla. El domingo no había tortillas pero había que levantarse temprano también a regar y barrer el frente de la casa. Faltaba mucho el dinero pero se respiraba autenticidad, sencillez, la gente acostumbraba trabajar, haciendo su máximo esfuerzo, sin temor. Los trabajos en el pueblo eran el campo o la mina (“Tocayos” o “San Martín”). La distracción para los muchachos era andar en los cerros, “el peñasco”, “el Cristo, etc., en las “tinajas” (albercas formadas naturalmente en las rocas), o bien buscar unos pesos en las temporadas de corte de frijol, que era lo más común. Los días de mercado también había oportunidad en las “liebres”, como se le conocía a la ayuda que se les ofrecía a las señoras para cargar las bolsas de mandado y acompañarlas a su casa o carro. También pintando cruces el día de muertos en el panteón, que está en las orillas del pueblo. En temporada, los elotes que arrimaba el abuelo Don Félix eran un verdadero manjar. El gusto duraba varios días. Esa era la dieta: frijoles sabrosísimos, tortillas recién salidas del comal, a veces huevo, mucho chile, elotes. Y en las vagancias por el cerro que a veces duraban varias horas: tunas, chiles dulces de biznaga y una que otra liebre, cuando había suerte. Todo esto sucedió en Sombrerete, Zacatecas, hace más o menos 35 años. Doña Margarita es mi madre, de quien me siento muy orgulloso. Una señora muy luchona, ejemplar, quien nos enseñó a trabajar con ahínco, sin miedo, y a disfrutar las cosas sencillas de la vida. Vaya un homenaje muy simple pero también muy sentido a esa admirable mujer… a mi viejita chula… a mi amá… del mayor de sus atarantados hijos. Sin más por el momento, agradezco la atención. Atentamente: Alfredo Flores Ramírez