La verdad de las mentiras, es por sí sola una acusación terrible contra la existencia bajo cualquier gobierno: un testimonio abrasador de sus insuficiencias, de su ineptitud para hartarnos. Y, por lo tanto, un veneno permanente de todos los poderes, que quisieran tenernos, satisfechos y conformes cuando nos detallan sus falsedades. Contarnos mentiras, aunque sean históricas, es la práctica recurrente en el México de ficción, en el México de gobernantes sin recatos y sin temor a las secuelas de sus actos. Ayotzinapa y sus muertos y desaparecidos, en el centro del huracán, la tormenta que sacude a todos, menos al gobierno, que ha salido con la cola entre las patas a admitir las torpezas, como si éstos, fueran asuntos aislados. Ayotzinapa, Guerrero, es el nombre y apellido de muchas otras tragedias que han ocurrido y siguen ocurriendo en este país. Estudiantes utilizados como carne de cañón en acciones delictivas, políticos sin escrúpulos que encumbran a dementes y a dementas en gobiernos municipales y estatales; autoridades indolentes, incompetentes e incluso cómplices, oportunistas políticos ante la tragedia, familias devastadas y una sociedad indiferente anta las mentiras que nos comunican. Hay un dolor ahí, donde todos lo ven y nadie puede apagarlo. Un dolor individual, el de cada uno de los familiares y amigos de los 43 desaparecidos y uno colectivo, el de todos los que sentimos la vergüenza infame de un Estado que perdió hace décadas la capacidad de decirnos la verdad. Eso es el México de hoy. No es posible, que casi un año después de esa noche triste del 26 de septiembre del año pasado, tenga que venir un grupo de expertos a nivel internacional (en este caso los de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos), para que de forma independiente le digan al gobierno, que los muchachos (sin la certeza de que estén vivos o muertos) no fueron incinerados en el basurero de Cocula; la existencia de un quinto autobús cargado con droga en la ruta Iguala-Chicago y el conocimiento de lo que estaba sucediendo esa noche tanto de la Policía Federal, así como de efectivos de nuestro gloriosos ejército. Las mentiras han prevalecido como si éstas, fuesen en eje fundamental de la vida en un país en el que la corrupción y la impunidad, son habituales. Mentiras que al salir a la luz, no preocupan al engañador, pero tampoco a los engañados. La indiferencia con que nuestros gobernantes, reaccionaron al informe de la CIDH, fue evidente y al mismo tiempo, deprimente. El tono con que respondieron, fue dándole poca importancia y por tanto, ninguna expectativa oficial para llegar al fondo del asunto. Información crítica y de vital importancia para el esclarecimiento de los hechos, fue ocultada deliberadamente, lo que constituye una serie de delitos cometidos por el estado mismo, en menoscabo de la credibilidad de las instituciones y la confianza ciudadana. Este terrible y detestable crimen, donde se reúnen, la ambición política, la humillación humana, la locura caciquil, la ineptitud gubernamental, la incapacidad investigativa, la falta de voluntad política y el oportunismo político más vil, deja como saldo una sociedad testigo de que pasa el tiempo pero la herida no, la pesadilla, la mentira, la ineptitud y las preguntas siguen lastimando, siguen abiertas, permanecen sin respuesta. Una desgracia más sumada, es en paralelo, la falta de voluntad de las instituciones del gobierno para que la verdad domine y el sobrado oportunismo político, como medio de obtención de capital político, como moneda y la muerte como mercancía. Hoy se sabe que la verdad histórica, fueron solo patrañas; mentiras que dejan al Estado Mexicano en condiciones deplorables ante la opinión pública mundial. Mentiras que arrastran al gobierno federal a un callejón sin salida. La consecuencia ha sido el debilitamiento de las instituciones y la pérdida de confianza de parte de una ciudadanía cansada de engaños. Lo único cierto, es que ese dolor sigue ahí, a la vista de todos, pero también es vergüenza… no encuentra consuelo. Álvaro de Lachica Correo: andale941@gmail.com