Imagine Usted una extraña pero exquisita analogía. Hubo alguna vez un famoso establecimiento culinario al que le llamaremos “El Cuerno de la Abundancia”. Lo asombroso de tal lugar no sería realmente su fastuosa y elegante fachada o su irresistible comida gourmet. Lo interesante es que habría de ser éste, un enorme comedor público abierto a los habitantes de todas razas, oficios o clases sociales. Sin duda que aquél sería la más fastuosa cocina comunal alguna vez imaginada. Tal vez se cobraría una pequeña cuota, un simbólico impuesto por poder disfrutar de los manjares, cosa que sonaba justa a los habitantes. Todos tendrían oportunidad de obtener un pedazo del enorme y abundante pastel para llevar a sus casas sin nunca más pasar hambre. Los pueblerinos alborotados, se habrían relamido los bigotes tan solo de imaginar lo que degustarían una vez que abrieran la cocina. Una vez terminados los detalles del enorme palacio culinario, todo mundo se preguntaba quién sería designado como el Cocinero encargado de saciar las hambres del pueblo. Todo mundo apuntaba en papelitos a sus candidatos a chef y los depositaba en unas urnas. Los posibles candidatos iban desde la tamalera gourmet de la esquina, hasta el inventor del camote de trufas picantes. Ciertamente había un buen número de talentosos y honestos cocineros vagando por ahí, todos esperanzados en ser los escogidos. El día de la inauguración del gigantesco Bistro, con los listones colocados, ya habría cientos de miles esperando ser los primeros en pasar a conocer al hombre que tendría los destinos alimenticios del pueblo. Entonces, salió al balcón un caballero quien sin mucho desparpajo, les comunicó a todos que una nueva dirigencia tri-culinaria, había decidido nombrar personalmente a un chef por los siguientes seis años y que en breve saldría a darles la bienvenida. Más pronto que tarde, salió al balcón un lánguido, temeroso, desgarbado y bobalicón individuo quien leyó dificultosamente un “speech” de una hoja, en donde se comprometía a recetar al pueblo ciertos platillos, algunos extravagantes y otros que podían ser algo difíciles de tragar. Enricco Copettonni, como se decía el patidifuso chef, no era tan ducho leyendo como haciendo omelettes, pues le costaba algo no trabarse en su dicción. Estaba Enricco, tal como su curioso apellido, muy copetón así que se le resbalaba constantemente su sombrero de chef mientras leía. Lo primero que disgustó a los miles de futuros comensales fue el aviso de que la entrada al restaurante de todos, costaría al menos 16 por ciento más cara. Aunque todos tendrían que hacer fila por horas para comer algo, debían por nuevo decreto dejar colarse en la fila a los simpatizantes del nuevo cocinero. Ahora todos tendrían que acatar otra serie de disposiciones. Primero comerían los amigos, parientes, colaboradores cercanos y mascotas del chef. El pueblo que ya estaba hambreado y enfadado, ahora también se notaba incrédulo. El siguiente amargo trago recetado al pueblo fue que los primeros cinco años, a la mayoría solo les tocaría algunas selectas sobras y unas migajas. Esto era con el plan de que se quedaran con hambre suficiente y quisieran regresar a pagar una y otra vez la creciente cuota de entrada. Continuará… Alejandro Torres Ocaranza Pseudónimo: Toraijin Arendori atoartfilosografic@hotmail.com