La vida tiene una entrada, la misma entrada es salida, un grito es la despedida al dejar grata morada. Para entrar hay que tocar las fibras del corazón con susurros de pasión y deseos de enamorar. Y en alocada fusión las dos simientes se unen y en una sola se funden y hay nueva constelación. Con destellos luminosos inicia la nueva vida en el vientre y escondida a los ojos de curiosos. Y con grata refucilata comienzan a repartirse los genes sin confundirse en armonía y sin bravata. Mi agüelito fue francés, muy blanco y de ojos azules, se codeaba con cónsules al derecho y al revés. Era dueño de riqueza, hacienda, vida y honor, arrebataba el pudor con dones de sutileza. Yo llevo encima sus genes, errores y pormenores de todos mis precursores, pregunta si duda tienes. Lástima que te juntaste con la sangre de mi ancestro, si no querías este encuentro por qué no me preguntaste. Mi agüelo fue rete prieto, siempre anduvo de guarache, descendiente de un apache y orgulloso te lo cuento. Se chingó a muchos barbones que mandaba Napoleón, quería tener mi nación, qué pensaban los bribones. A machetes y pedradas mandó a chiflar a su móder, por cierto que no muy tarde, franceses y sus perradas. Se alimentó de animales que cazaba en las montañas, utilizaba sus mañas, hombre de bien, no de males. Surcó la tierra sagrada de este suelo mexicano y con su lomo y la mano su entereza fue pagada. Usaba calzón de manta, ceñidor a la cintura, escarpín de correa dura, tenía presencia y estampa. Honrado carta cabal, dedicado a su trabajo, siempre miró a los de abajo con respeto y amor filial. En una andamos los dos pegosteados de la herencia, peleando por la apariencia y ofendiendo mucho a Dios. Alberto Torres Barragán Tijuana, B. C.