“Echeverría, pregúntale aquí al señor director cómo le hizo para sacar una 'extra' tan rápido con lo de tu postulación”. El candidato escuchó sorprendido a su esposa María Esther. Vestido con un traje de grueso casimir, saco de tres botones, corbata angosta y zapatos negros, la vio sorprendido. Como para reforzar su recomendación, la señora Zuno alargó su brazo y puso en manos de don Luis un ejemplar de la famosa “extra”. La tomó y extendió a la altura de su cintura y la vio sonriendo. “ECHEVERRIA” fue el enorme titular a ocho columnas, con la foto abarcando casi media plana. Fausto Zapata Loredo, que era su jefe de prensa, estaba a un lado y también observó el ejemplar con interés. Como si tuviera estudiados todos sus movimientos, don Luis dobló con delicadeza precisa el ejemplar de aquella “extra”. Atlético cuello, quijada recia, brazos musculosos, ojos normalmente entrecerrados tras sus espejuelos, me clavó la mirada. Puso su mano sobre mi hombro. Sentí el simbólico peso. “A ver… ¿cómo está eso, señor director?” Entonces le tuve que repetir la misma letanía que a doña María Esther quien llegó media hora antes que su esposo al periódico La Voz de la Frontera de Mexicali. En aquel diciembre de 1969 yo era el Director. El Estado Mayor Presidencial, que entonces ya tenía a su cargo la gira, decidió que nuestra oficina sería el punto de reunión y ajuste de tiempo para que se encontraran los esposos Echeverría. Después de una visita de cortesía y recorrido por las instalaciones del periódico, se irían a una cena privada. Cuando me advirtieron de la inesperada presencia de Doña María Esther, al ratito ya estaba en la puerta para recibirla. La recuerdo y he recurrido a las fotos. Ya canosa, con su peinado muy conservador. Un traje grueso de dos piezas y a cuadros. Su bolsa también muy de señora. La pasé a mi oficina con sus acompañantes, entre ellos una y uno de sus hijos. Acompañada por damas mexicalenses alguna le platicó que nosotros publicamos una “extra” cuando casi casi estaban dando la noticia por radio y televisión sobre el “destape” en la Ciudad de México. Intrigada e interesada, me preguntó cómo le hicimos. Y no hubo más remedio que contar la verdad. Le dije que cuando reportero en 1956 en El Sol de San Luis, en San Luis Potosí, todo mundo estaba muy pendiente sobre la salud del Arzobispo de México, don Luis María Martínez. Era inocultable su prolongada agonía e inevitable su fallecimiento. Entonces yo estaba en la sección deportiva. Mi Director, don Ignacio A. Rosillo, me llamó con otros dos compañeros. Nos ordenó hacer una “extra”. Debíamos reunir fotografías, antecedentes y datos sobre el santo varón. Una cronología y detalles sobre los posibles candidatos a sucederlo. El titular de la primera plana, debería ser: “Murió el Arzobispo”. La nota se escribiría como si ya hubiera fallecido. Por eso nuestro Director nos ordenó dejar un espacio para el primer párrafo que, insistió, sería corto. Tan corto nada más para anotar el día, la hora y el lugar del deceso. Además su instrucción fue casi de pacto secreto. A nadie, absolutamente a nadie debíamos comentar lo que haríamos. Ni siquiera en nuestra familia y menos a los compañeros de trabajo o las novias. “A nadie. ¿Lo entienden? A nadie”. Cuando empezamos a trabajar caí en cuenta que si alguien llegara a tener una sospecha al interior del periódico sobre la “extra”, lo menos que esperarían era ver a un aprendiz de reportero deportivo en esa tarea. Nuestro trabajo sería controlado y le daría los toques finales el señor Jefe de Redacción. Al terminar, ignoraríamos todo hasta el punto de negarlo. Cuando Dios puso punto final a la vida de tan ilustre hombre de la Iglesia y recogió su alma, a los pocos minutos ya estaba imprimiéndose y más tarde circulando la “extra” que se vendió tan rápido como ahora los boletos para un concierto de Luis Miguel. Es que entonces, ni la televisión estaba tan desarrollada. Ni luces de “24 Horas”, Ferriz de Con o Gutiérrez Vivó, “Hechos”, ni Guillermo Ochoa o Joaquín López Dóriga, ni Guillermo Ortega o Lilly Téllez. Entonces le dije a Doña María Esther, “ahora con lo de su esposo seguimos el mismo procedimiento”. Le conté: Llamé a dos que tres de mis compañeros. Los cité cuando ya no había nadie trabajando. Les detallé mi plan. Y tal como me dijo en 1956 mi Director, repetí en 1969 casi casi la misma advertencia. Que no deberían comentarlo. Que no le dijeran a nadie en su familia, ni a los demás reporteros, ni a sus novias o esposas. Así, le expliqué a Doña María Esther, teníamos todo listo. La nota fue hecha como si ya lo hubieran “destapado”. Su currículum. Fotos. Nada más era cuestión de ponerle fecha al ejemplar y, llegado el momento, a imprimir. Hasta allí la historia que le repetí a Echeverría y escuchó con atención. Pero al fin político don Luis me preguntó: “¿Y cómo le hizo para saber que iba a ser yo?”. Entonces el ambiente del momento amable se prestó para mi respuesta. “Bueno, pues como dicen Ustedes los políticos, le voy a contestar, pero fuera de libreta”: No hicimos nada más una ‘extra’, hicimos tres. Una con el titular enorme: “ORTIZ MENA”. Y otra, “MARTÍNEZ MANAUTOU”. La primera reacción de don Luis fue alzar sus cejas, en señal de indudable sorpresa. Naturalmente que él sabía de tales nombres, pero seguramente nadie fuera del gobierno o la política se lo habían mencionado así de sopetón. Luego, arqueándose hacia atrás soltó una retumbante carcajada. Me dio un palmetazo en la espalda y dijo: “Pues no andaba mal, mi director; no andaba mal”. Después salimos de la oficina para recorrer las instalaciones del periódico seguidos de Doña María Esther y comitiva. Le presenté a todo el personal según íbamos llegando a cada departamento. Cuando entramos a la sala de prensa y vio la rotativa, Echeverría tomó del brazo a su esposa para preguntarme frente a ella: “¿Y no hará otra 'extra' para dar a conocer el resultado de las elecciones?”. Me aventuré y le dije: “No, señor candidato. No hay necesidad. Todos sabemos quién va a ganar. No tiene chiste”. Otra vez soltó una estruendosa carcajada y doña María Esther sonrió de buena gana. Luego Don Luis y la señora Zuno viajaron numerosas veces a Baja California en su calidad presidencial. Tuve entonces personalmente, como ahora telefónicamente, la gran oportunidad de platicar con Echeverría. Siempre gentil. Mucho contó para eso Fausto Zapata Loredo, también nativo de San Luis Potosí, y a quien conocí cuando era universitario. Luego trabajó en el mismo diario que yo. Cuando me enteré del fallecimiento de Doña María Esther sinceramente la noticia me estremeció. Acostumbrado por mi trabajo a esta clase de novedades, mis desteñidos recuerdos sobre la señora Zuno se reavivaron con las fotos que de aquel episodio guardo. Mexicana de forma y de fondo. Mujer discreta antes que su esposo fuera candidato. Intensamente trabajadora en la Presidencia. Ayuna del poder y reservada al terminar el sexenio. Su sexenio. Si hoy como en 1969 trabajara yo en un periódico diario, le hubiera hecho una “extra”. La merecía. Tomado de la colección “Dobleplana” de Jesús Blancornelas, publicado el 19 de octubre de 2012.