Tongolele me cimbraba. Ninón Sevilla era una sonrisa hecha rumba. Pero Rosa Carmina, ay. Puritita belleza. Morenaza. Cinturita y caderón. Cuerpazo. Pierna larga. Señora Tentación. Sensual. Se pusieron de moda en los últimos cinco años de los cuarentas. Les decían exóticas. También ombliguistas. Pero eran rumberas. Lo máximo. Entonces y ni modo, me conformaba con verlas en el cine. Jamás de carne y hueso. Eran muy dulces. Tanto como para picar de envidia a las abejas. Desgraciadamente un día Rosa Carmina amargó mi muchachez. Supe como todo mundo: “Es la mujer de Juan Orol”. No. Cómo. Aquel vejete flacucho sobrado de nariz. Esperpento. Malencarado. No le hacía falta máscara para noche de brujas. Por eso no podía creerlo. Sí. Era la pareja de la adorada rumbera Rosa. Que como cantó Agustín Lara “Rosa, la más hermosa. La primorosa flor que mi alma encendió”. Pasaron los años. Jamás conocí a la Carmina. Entonces llegué a Tijuana empezando los sesentas. Supe entonces. “Vino para acá cuando existía el famoso Club 21”. Fue donde se presentaron Pedro Vargas, Toña La Negra, Pérez Prado, Agustín Lara y sus solistas. Un cerro de artistas. Total. Cambio de tiempos provocó cambio de ritmos. Se vino la ausencia de las rumberas. Hasta en el cine. Y con eso apareció el olvido. Por eso ya no me acordaba de Rosa Carmina. Llegó entonces el último año de los setentas. De pronto me quedé sin trabajo. A falta de quehacer visitaba amigos en un edificio de oficinas. Entonces uno de esos chispazos me mandó al pasado. Allí estaba. Era secretaria. Parecía gemela de Rosa Carmina. Pero más bella. Caballera negra y larga. Linda. Maquillada sin exageración. Con el tiempo di cuenta. Le encantaba el rojo para vestirse. No usaba medias. Zapato de tacón alto y negro. Resaltaba su belleza porque al lado tenía otra secretaria. Chaparrita. Güera. Desmaquillada. Seria. Nunca con vestido. Siempre de pantalones. Recuerdo algún mediodía. Atravesó la calle. Lo juro. Paró el tráfico. Todos los conductores quedaron lelos. También yo. La veía desde una ventana. Engarrotado. Contra el sol se transparentaba su figura por sobre el vestido de seda. Fue a comprar un diario en el puesto. Después me contaría el vendedor. Cada vez que aquel monumento de mujer iba “…me vuelvo loco, patroncito”. Y decía que no hallaba si cobrarle o admirarla. Muchas veces nada más le salió con un “….lléveselo. Es de cortesía”. A mis amigos les daba mucho coraje. Es que a veces veíamos de pasada cómo la galanteaban. Pretendientes le sobraban. Casi todos bien trajeados. Pesetudos sin duda. No hacía falta preguntarles. Tampoco era necesario pedirles su acta. Todos eran casados. Algunos ni se molestaban con zafarse el arra. Nunca vi pero supe. Hubo ocasiones cuando le ofrecieron anillos o pulseras de oro. Collares. Invitaciones a cenar le sobraban. Pero también enteraron cómo casi siempre rechazaba todo. Por eso pensé: Aquellas ofertas eran como anzuelo. Y no precisamente para sacarla del mar o su escritorio. Querían meterla a otro mueble. Pero hasta donde todos lo sabíamos nadie lo hizo. Me contaban cómo algún pariente la llevaba tranquilamente en las mañanas. Y también anocheciendo. Nada de compañías. Cierto caballero bien vestido la quiso encaminar y se regresó. Quién sabe qué le diría. Otra vez vi cuando uno estacionó su último modelo a la salida. Le abrió la puerta. Ella siguió caminando tan altiva. Cómo torero partiendo plaza. Estoy seguro. Si hubiera competido para Señorita Baja California luego ganaría el título mexicano. Nunca supe si alguien se lo propuso. O le pasó por la mente. Pero eso sí. Alguna ocasión oí a un amigo decirle: “Estás como Miss Universo”. Pero un día supe: Otro periodista la conquistó. No era mi muy amigo. Apenas si lo conocía. Ni siquiera andaba bien vestido como los pretendientes. Pantalón mezclillero. Simple camisa. A veces un saco. Nunca corbata. Y siempre en su Volkswagen y no del año. Pero seguramente a ella le gustó por lo rojo. Todo mundo nos enteramos que aquello fue más allá del romance. Entonces cruzaban la frontera. En los moteles rebasaban el límite del noviazgo. Hasta decían que ella pagaba todo. Incluido después un cafecito o tal vez el trago. Entonces aproveché la relación distantona con mi compañero para conocerla. Era muy sonriente. Se le veía más hermosa. Le agradaba mucho oír lo que nos pasaba a los periodistas. Por eso pensé. Así fue como mi camarada aprovechó y logró el romance. Entonces y cuando pasaba frente a su oficina me invitaba café. Pero le interesaba más la plática. Volví a trabajar y dejé de ir al edificio. De cuando en vez me la imaginaba amorosa con el galán. A lo mejor dejó el empleo y se fue a vivir con él. Quién sabe. Como dice la canción: se me olvidó que te olvidé. Cierto domingo fui al supermercado con mi esposa. Mientras ella compraba yo fisgoneaba. Siempre acostumbrado a ver quién se acercaba vi una mujerona. Peso completo. Pantalones de pechera y mezclilla. Chamarra deportiva con bonete. Desabrochada. Mugrosa. Cachucha beisbolera aceitosa dejando escapar la pelambre negra y descuidada. Cómo que tenía días sin bañarse. Calzaba tenis. Compró cervezas y una bolsa de papitas. La vi de reojo a su regreso. Se me perdió entre los anaqueles. Supuse cómo “…pagará en la caja y se irá”. Cuando salí del supermercado oí mi nombre. Me llamaba la mujer de las cervezas. Se quitó sus lentes diciéndome el clásico: “Qué… ¿ya no me conoces? Le vi los ojos negros. Casi sin brillo. Y en su rostro rechonchito encontré la huella de aquella hermosura del vestido rojo. No me detuve para preguntarle por qué tales fachas y gordura. Fumando y masticando chicle nada más me dijo: “¿Te acuerdas de aquella secretaria que siempre estaba a mi lado?”. Sí, claro. La fellona. “Pues fíjate que me enamoré de ella. Es mi mujer. La quiero mucho y vivimos juntas”. Sus palabras me desconsolaron. Ni para qué pedir explicación. Pero subieron el telón del recuerdo. Volví a ver la figura escultural de Rosa Carmina. Y hasta pensé. “Mejor me quedo con ella”. Tomado de la colección Dobleplana de Jesús Blancornelas, publicada el 20 de abril de 2004