Hermosa mujer. Guapérrima. Una mezcla de Nicole Kidman con Mónica Belucci. Tan o mejor cuerpo. Pero morena. Más que la italiana. Seguramente, bronceada. Vestido negro. Satín. Escotado. El clásico de tirantes delgaditos. Sensual. “Debió ser Yves StLaurent”, me dijo luego una compañera de trabajo cuando le pregunté. Peinado hasta abajito de los hombros. Y como cantaba Agustín Lara, “… cabellera negra, cabellera obscura”. Bolsa también umbría. “Júrelo que era Cartier”. Zapato tacón alto de finas correas. Sin medias. Solamente una delicada esclava en la muñeca derecha. En la izquierda, reloj tipo Nivada. A cada paso miradas le seguían. Masculina, admirándola y deseándola. Femenina, “recortándola” y posiblemente envidiándola. Un amigo sacó rápidamente de su mochila una cámara digital. Le tomó la foto de espaldas y guardó el artilugio con cara de Alejandro Salas pícaro luego de besar a María Inés en “Mirada de Mujer”. Veía todo aquello cuando la dama iba delante de mí. No sé por qué siendo tan pocas las veces que viajo, tengo la suerte de encontrar bellezas. Tengo dos amigas: Maestra y periodista. Comentan que me encanta escribir sobre este tipo de mujeres. Pero no. El chiste es que las encuentro. Y ésta, dos metros cuando mucho. Nos encaminábamos igual: A la entrada para la sala de espera en el Aeropuerto de la Ciudad de México. Sin pedírselo ella entregó su boleto al gendarme. Todo de azul el hombre le miró a la cara. Más abajo y entonces debió sentir calofrío, como la muerte chiquita, desde la nuca para abajo. Ni siquiera revisó el documento. Simplemente indicó con su mano izquierda por dónde debía pasar. Al marco y banda de inspección. La siguió mirándola. Afortunado con eso. Desafortunado porque hasta allí nada más. Llegué hasta el gendarme con mi compañero. Quedó con la mano tendida y los boletos. El joven uniformado imaginariamente para mí y como en el pasaje bíblico: Se volvió estatua de sal. “Señor. Mi boleto”. Volteó rápido. Parecía un espectador de tenis. Veía rápidamente a la dama y luego a nosotros. “¿A dónde viaja?”, dijo mientras leía. Cuando respondí “Tijuana” ya estaba guardando el pase y señalándome para dónde seguir. Los oficiales de revisión igual que el policía. Se quedaron pasmados con el monumento viviente. Ni chicharra en el arco. El encanto de mujer puso su bolsa en la banda. Solamente una vigilante como que puso atención en el contenido. La mujer caminó y se inclinó un poquitín para retomar su taleguita elegante. Sacudió su cabellera. Todo mundo petrificado. “¡Es todo!” soltó cierto viajero. Unos cuantos pasos y la escultural subió dos que tres escalones. Luego tomó con garbo la escalera eléctrica. Entre admiración e imaginación las miradas varoniles la acompañaron. Al llegar mi turno en la revisión me recibieron con “Por favor saque lo que traiga en sus bolsillos”. Cartera. Monedas. Llavero. Pluma. También me quité el reloj. Mis aparatos auditivos. El cinturón. Celular. Lo apagaron y prendieron. Nada más faltaron los lentes. De la banda salió mi mochila. Libros, revistas, libreta, grabadora, credencial, un rosario y varias imágenes. Mi compañero llegó enseguida. No se aguantó. Se acercó como pecador ante el confesionario y secreteando: “¿Viste? ¡Qué mujer!”. Cuando subí ya estaba en una mesa tomando agua en botellita. Leyendo. Seguramente el libro lo traía en su bolso. No era grueso. Ni alcancé a ver el título. Le perdí cuando escuché “Su atención, por favor… Pasajeros en vuelo tal de Aeroméxico con destino a Tijuana, favor de pasar a la sala fulana”. Mi camarada insistió. “Quién sabe a dónde irá esta mujer… Lástima que no va en nuestro vuelo”. Desconsolado. Le faltaba un grado sentimental para llorar. Vio a su alrededor a los viajeros esperando. “¡No es justo! ¡No es justo!”. Y casi enseguidita me pedía que viera. “Ni una mujer tan bella como la que se quedó”. De nada sirvió tratar de consolarlo con aquello de que la belleza no se lleva en el físico sino en el alma. No pronunció las palabras. Pero el movimiento de sus labios me indicaba la mexicanísima y superior de las blasfemias. Al rato trepamos a la nave. Sentados al frente y como subimos primero, tuvimos oportunidad de ver a todos los pasajeros rumbo al acomodo. Tal y como acostumbro saqué mi libreta. Empecé a escribir algo que traía en mente. Y mientras despegaba el jet, abrí y me agarró atrapado el libro de Alicia Bergúa, “La Confianza en los Extraños”. El piloto encaminó la nave rumbo al punto de arranque. Mi amigo insistió: “¿Viste?”. ¡No se subió ninguna mujer como la que vimos!”. De rato y en el aire. Entre lectura y escritura llegó la hora para servirnos el tentempié, ni siquiera comparado con los de hace años. Ahora es una mirruña. Malísimo el café pero ni modo. Otra vez mi amigo. “¿Qué estás escribiendo?”. Y antes de que le dijera él propuso: “Deberías escribir sobre la belleza que acabamos de ver”. A mi sonrisa como respuesta insistió. “De veras, si me pudiera bajar del avión para regresarla a ver, lo haría”. Las aeromozas fueron levantando las charolas con platitos o tacillas vacías o medio vacías. Empezaron los ires y venires al sanitario. Algunos con cara de apuro parados esperando, suplicando que desocuparan el retrete. Luego la quietud. Más cuando apagaron las luces y solamente se veían los destellos por la película en exhibición. Seguía escribiendo y ¡otra vez! mi amigo neciando: “Fíjate en la película… ninguna mujer como la que vimos”. Gangosa, la voz se dejó escuchar por el sonido pidiéndonos-ordenándonos “…poner su asiento en posición vertical, abrocharse el cinturón y…” Ni modo. Dejé de escribir. Empecé a ver por la ventanilla las lucecitas de Ensenada. Luego las de Tecate. El nublado que cubría Tijuana y de repente el mar de alumbrado. Aterrizaje bueno. Luego-luego en el sonido “…bienvenidos al aeropuerto internacional de Tijuana. Les suplicamos permanecer en su asiento hasta que el avión haya parado por completo y estén abiertas las puertas. El capitán Fulano y el copiloto Zutano y la tripulación les agradecen…” y siguió la letanía. Naturalmente, los infaltables avorazándose antes de tiempo para sacar sus velices del compartimiento. Bajamos. Tierra firme. Directo por “el gusano” a los pasillos. De allí rumbo a la sala. No sin antes pasar Migración. Como siempre, una hilera de “pollos”. Unos detenidos entristecidos. Otros desorientados caminando rumbo a la salida. Y nunca falta. No llegaron puntuales por nosotros. Debimos esperar frente a las bandas del equipaje. Sonó el celular. Allí estarían en media hora más para transportarnos. Entretanto vi a dos que tres mujeronas. De rancho. Rechonchas. Enagua. Rebozo. Canasta. Zapato de piso. Restos de lodo. Venían en el avión. Los judiciales les indicaron: “Por acá, señora. Pásele por acá”. Y empezaron a revisarlas con el aparato de rayos “equis”. Es que, la verdad hay muchas, pero muchas: Por míseros pesos y harta necesidad se atreven a llevar drogas entre ropa y cuerpo. Sé de “doñas” entradas en años. Inocentes. Descubiertas con la maldita cocaína. Ahora y ni modo, pasando penurias en la penitenciaría. Mientras esperaba vi cómo detuvieron en esa ocasión a una. Lloraba sin parar. Parecía que tenía muerto tendido. Se la llevaron esposada. Otras dos pasaron a revisión. Asustadas. No cargaban nada. Su espanto creció cuando les dijeron “…puede irse, señora. Gracias”. Iban temblando. En eso estábamos cuando vi, como aparición, a la mujer de negro. Altiva. Paso seguro. Me hizo recordar a Mónica Belucci cuando en “Malena” atraviesa aquella plaza. Hombres con la boca abierta y chueca de muina, las mujeres. Pasó Migración sin necesidad de contestar porque ni le preguntaron su nacionalidad. Los agentes federales prefirieron admirarla que revisarla. Mi amigo se quedó engarrotado. “¡Venía en otro vuelo… esto es mala suerte!”. Volteó a ver a los policías y me dijo otra vez en voz baja: “¡Qué tarugos!… Yo la hubiera pasado a revisión. ¿Te imaginas?”. Sí. Me imaginé. Bellas como ella tal vez pasan droga y no son revisadas. Cruzó el salón. Pasó como reina frente a la inspección. Todos admirándola. La perdí de vista. Escrito tomado de la colección “Dobleplana” y publicado el 8 de agosto de 2008; propiedad de Jesús Blancornelas.