Era el inicio del primer periodo de sesiones ordinarias de la X Legislatura y el gobernador de Oaxaca, Benito Juárez, emitía un discurso. Año de 1852. Le preocupaba el intervencionismo en México a propósito que “un país vecino” pretendía apoderarse del Istmo de Tehuantepec para construir un canal que comunicara los mares Atlántico y Pacífico. Hacía el político y a la postre Presidente de México, un llamado a los legisladores a defender la integridad del territorio nacional, e incluso prepararse para la guerra de ser necesario. Aquel discurso es una de mis lecturas asiduas, no sólo por la narrativa y la poética manifestación en defensa del territorio, además por el lenguaje y la estructura de un discurso directo, concreto y sustancioso. La parte que más me agrada tiene que ver con la responsabilidad, el compromiso, los valores y los principios que deben tener los hombres y las mujeres que se desarrollan en el servicio público. Dijo, don Benito Juárez: “Bajo el sistema federativo los funcionarios públicos no pueden disponer de las rentas sin responsabilidad; no pueden gobernar a impulsos de una voluntad caprichosa, sino con sujeción a las leyes; no pueden improvisar fortunas ni entregarse al ocio y a la disipación, sino consagrarse asiduamente al trabajo, resignándose a vivir en la honrosa medianía que proporciona la retribución que la ley haya señalado”. Me viene hoy a la mente, de nueva cuenta el discurso de Juárez al ver la corrupción que priva en las gobierno en México, particularmente el tufo de tráfico de influencias y corrupción en el círculo del Presidente Enrique Peña Nieto, que la mayoría de los mexicanos vemos, que en el extranjero se reporta, pero que nuestras autoridades no quieren investigar. Los casos de las residencias que filiales de Grupo Higa –del evidentemente consentido y consentidor Juan Armando Hinojosa Cantú- financiaron, vendieron y rentaron a colaboradores cercanísimos a Enrique Peña Nieto, recuerdan los casos de hombres o mujeres buscados por la Ley que inscriben todos sus bienes a nombre de su cónyuge o de su santa madrecita, para salvaguardar el patrimonio, en muchos casos, producto del lavado de dinero. Hace no mucho tiempo la madre de los hermanos Arellano Félix, introdujo un amparo para recuperar una propiedad que le fue confiscada a su hijo Rafael Arellano Félix, cuando el cártel encabezado por sus hermanos era el más poderoso y el más violento (por allá de 1994). La señora deduce que a la muerte de su hijo –fue asesinado en Los Cabos en octubre 2014- ella es la propietaria y la PGR debe devolvérsela. Con esa acción, con la muerte del ex capo, se legitima la propiedad producto –para la autoridad- de los dividendos de la organización criminal. Es decir, Enrique Peña Nieto pretende permanecer impoluto solo porque a él no le vendieron, ni le rentaron, ni le financiaron una casa los de Grupo Higa, cuando a todas luces él ha gozado, utilizado, usufructuado y ocupado, tanto las residencias de origen en Juan Armando Hinojosa en Las Lomas en la Ciudad de México como los aviones que para recorrer el país siendo candidato abordó. Dar la vuelta al tráfico de influencias no debería ser asunto fácil en México. Luis Videgaray, el Secretario de Hacienda que nada había dicho de su casa con origen en Grupo Higa hasta que fue exhibido por The Wall Street Journal, es evidente que pensaba que calladito se veía mejor. O que así no levantaría olas. Pero su acto de discreción parece una argucia de ocultamiento ¿Por qué Videgaray no hizo pública la adquisición de la casa cuando a Angélica Rivera su esposo la obligó a “aclarar” a la sociedad mexicana la transacción de –según ella- 59 millones de pesos? ¿Por qué esperar a ser investigado por periodistas para dar razón de las operaciones inmobiliarias con Grupo Higa? La realidad es que la clase política mexicana no vive en la “honrosa medianía” a la que llamó en 1852 Benito Juárez. No; los políticos en México son los nuevos ricos, se enquistan en la clase adinerada y viven con lujos que mexicanos de trabajo no pueden alcanzar ni en cientos de años. Es común ver cómo cambian los comensales de los restaurantes de lujo de la Ciudad de México o de cualquier capital o ciudad importante en los estados de la República, cada seis años. Los que tienen para pagar los mejores vinos y los más exclusivos alimentos son los políticos de sexenio. Hace dos años veíamos a los panistas, a los secretarios con sus séquitos y sus automóviles blindados de lujo, pavonearse por la zona restaurantera de Polanco o los lobys y cafés de los hoteles de lujo e internacionales. Hoy día aquellos comensales comen en su casa, en sus despachos o con quien les invite, y en los sitios públicos ahora se ve –en la misma condición de suntuosidad- a los priistas. La corrupción en México inicia con los políticos. Son ellos los que abusan de la posición para sacar provecho particular, y son ellos quienes deciden no investigarse los unos a los otros. Hace unas semanas el Comité para la Protección a los Periodistas con sede en Nueva York, entregó un reconocimiento a la trayectoria y los logros del periodista Jorge Ramos. En su discurso, explicó a su audiencia, mayormente periodistas del orbe reunidos en Estados Unidos: “¿Se imaginan qué pasaría si un contratista del gobierno financiara secretamente la casa de privada de Michelle Obama? Bueno, eso es lo que está sucediendo en México, y créanlo o no, pero no hay ni siquiera una investigación independiente al respecto. Por la llamada “Casa Blanca” en México y la desaparición de 43 estudiantes, miles de mexicanos quieren que el Presidente Peña Nieto renuncie. Nosotros tenemos que reportar eso. No, Peña Nieto tampoco quiere hablar conmigo”. Y en efecto, a punto de concluir 2014, ni la Secretaría de la Función Pública, ni la PGR, ni la Cámara de Diputados mucho menos la de Senadores, ha motivado la apertura de un expediente para investigar el evidente tráfico de influencias en el caso de las tres residencias de Grupo Higa para los tres más cercanos al Presidente. La de la señora Angélica Rivera, la de Luis Videgaray y la rentada a Humberto Castillejos Cervantes, para ser utilizada como centro de operaciones del equipo de transición cuando Peña Nieto ya era Presidente electo de México. La corrupción son ellos. Aquellos que pretenden pasar como operaciones transparentes las que mantuvieron ocultas, y aquellos que voltean para el otro lado y se niegan a investigar lo que la sociedad exige. Ricardo Anaya, dirigente del Partido Acción Nacional, habló ante los senadores de su partido de la corrupción, e instó a la creación de “un Sistema Nacional Anticorrupción”, al tiempo solicitaron la instauración de una comisión que investigue el probable tráfico de influencias y que la Fiscalía Anticorrupción se estrene con esa indagación. Nada de eso ha sucedido. Los legisladores afines al presidente de la República defienden la transacción de la señora Rivera –aun no lo hacen con la de Videgaray o la de Castillejos pero ahí van- politizando el tema. Dejan de lado la sospecha de corrupción y la que debería ser una investigación apegada a derecho y en aras de la transparencia, para ponderar que la izquierda, los periodistas y los “desestabilizadores” del sistema, quieren sacar raja político. Pero la realidad es que en estos tiempos de caos, violencia, inseguridad e ingobernabilidad en indistintas regiones de México, así como la pérdida de credibilidad y el decaimiento de la figura presidencial, una investigación para aclarar que no hubo –de ser así- tráfico de influencias del círculo presidencial, le urge a Peña, la requieren los mexicanos y es importante para el estado de derecho. Los funcionarios, Peña a la cabeza de todos ellos, “no pueden disponer de las rentas sin responsabilidad; no pueden gobernar a impulsos de una voluntad caprichosa, sino con sujeción a las leyes; no pueden improvisar fortunas ni entregarse al ocio y a la disipación, sino consagrarse asiduamente al trabajo, resignándose a vivir en la honrosa medianía que proporciona la retribución que la ley haya señalado”. Urge, Presidente Enrique Peña Nieto.