“Hoy no van a salir”. Y antes de preguntarle a mi madre por qué, nos decía muy seria, bien peinada y con su infaltable delantal, media agachada para poner su cara a la altura de la nuestra y las manos empuñadas entre cadera y estómago: “Ya llegaron los roba-chicos”. Y sin más, terminaba con un cortante “se me quedan a jugar en el patio”. Así como a nosotros les pasaba a todos nuestros amiguitos en aquellos meses, mediados de los cuarentas. Metiches al fin, sabíamos el motivo de la advertencia: “Llegaron los gitanos”. Tenían fama de ir pueblo en pueblo llevándose a un chamaco o niña casi siempre de incumplidos diez años. A los hombrecitos, decían, les dejaban crecer el pelo para no ser reconocidos. Ni les cambiaban la ropa ni los bañaban. Los dejaban sin zapatos. Y las mujercitas huaraches debían usar y no vestido. Faldita hasta los tobillos y una blusa brillante y de color chillón. La suposición aumentaba: casi desharrapados y lejos de su casa los niños forzosamente se agregaban a las faenas. Viajaban sin fecha ni rumbo. Les obligaban a pedir limosna o robar carteras. Y si los bañaban, decían, era indudable señal: serían vendidos a parejas que no podían pero sí querían tener de perdida un hijo. La verdad, contaban horrores de la gitanería errante: que si los chamacos no hacían caso o se la pasaban chillando, entonces con engaño eran abandonados en el primer pueblo a donde llegaran. Contaban historias de niños que dejaron de serlo, hicieron su vida y aunque sabían cómo regresar a casa, no lo hicieron temiendo el regaño por desobedientes, o vivir mortificados y avergonzados ante el vecindario por su nueva estampa. También los hubo que de plano se sumaron a usos y costumbres de los gitanos hasta convertirse en uno más. Yo vivía donde nací, el 104 de la calle Guajardo en San Luis Potosí. Contra-esquina estaba un mesón, el de Santa Clara. Abarcaba casi toda la manzana. Desde mi casa podíamos ver la entrada enorme, portón tan grueso y, me imagino, muy pesado. Todo el día estaba abierto. Lo cerraban cuando el Sol se metía y aparecía la Luna. El mesón tenía un enorme patio donde amarraban caballos, burros, mulas, perros y gallinas. Los cristianos reposaban o dormían en la retahíla de cuartos alrededor del patio. Qué esperanzas de enmosaicados, ladrillo o cantera. Nada. Puritito suelo. No había camas ni lámparas. Si alguien quería dormir un poco más a gusto y sin entierrarse, nada más rentaba un petate porque ni a colchonetas llegaban. Si quería una cobija, eran de puritita lana, les costaba veinte centavos el alquiler, lo mismo que por el hospedaje. Aparte debían pagar y según fuera, por animales o carretas dejados en el patio. Y si los querían alimentar, también había con qué. Lo supe porque colocaron la tarifa pintada y muy visible en un tablón a la entrada. Cerca del mercado como estaba, el mesón era obligadamente concurrido. Allí paraban los agricultores tras descargar carretas arrastradas por el lento pezuñeo de los bueyes. O con sus caravanas de mulas, dóciles y excelentes transportadoras de maíz, frijol, lechuga, tunas, ratas de campo tan grandes como las liebres y hasta marranitos. Eran muy solicitados para la engorda casera. Allí llegaban los gitanos. Como si fuera película, aparecían en caravana de carretas. Yo los veía desde fuera del mesón, cuando sin soltar la mano de mi madre pasábamos por enfrente para ir a misa y al cine. También al regreso. Luego entresemana aprovechando que nos llevaban a la escuela, veíamos siempre a los gitanos fuera de las cuarterías. Encendían fogatas para cocinar. Y al aire libre lavaban, comían, jugaban y dormían. Ya de grande me enteré que eso de robachicos era más argüende que realidad. Una leyenda que iba a todos lados con los gitanos. Nunca a nadie de mi barrio se llevaron. A los chamacos que andaban a su lado, por lo menos a mí, nunca se me figuraron robados. Siempre los vi muy alegres. Las mujeres con su falda larga de tela floreada, de huaraches, blusa de colores fuertes y de seda, escotadas, muchas pulseras, hartos collares y largos aretes. Ojos tan negros o tan azules. Moreno de un obscuro que ahora me parece encantador. Pelo largo, sujeto en la parte superior con una pañoleta. La mayoría delgadas. Tocaban puerta a puerta ofreciendo leer la mano o vendiendo pulseras o collares, sus chucherías. Luego se iban como llegaron, el día menos esperado. Pero sí había roba-chicos y no eran los gitanos. Mis padres nos cuidaban mucho y de cuando en cuando oía al voceador de El Heraldo haciendo alto frente a mi casa, soltar la noticia sobre la desaparición. Casi nunca regresaban a los chamacos ni los mataban. Los llevaban a otras ciudades para venderlos. La comunicación no era tan fácil aquellos años. Por eso la ventaja para los delincuentes. Ya cuando tuve doce o trece años seguí viendo las caravanas de gitanos. Entré con todos mis cuates al mesón para estar cerca de ellos. Pero me di cuenta que no eran los roba-chicos, sino mujeres solas, mexicanas, otras con su pareja, los que se llevaban a niños sobre todo a la salida de clases. Les ofrecían golosinas, pasear en la Alameda para ver los gansos en el estanque o rentarles un triciclo. Tan perversa actividad sigue. Son incontables las madres que a diario van a la redacción de los periódicos o a la radio para reportar a sus hijos. Suceden tantas desapariciones que ya dejaron de ser noticia y los Lectores ven fotos y datos casi casi como una sección más de los diarios. Aquí pasa todo lo contrario a Estados Unidos. Un niño reportado perdido moviliza a toda la policía del lugar y no descansan día y noche buscándolo. Se les unen jóvenes, mujeres y hombres adultos. Los guardianes no paran en el rastreo hasta tener pistas. Y cuidadito con aquel si lo encuentran culpable del raptar, vender, violar o matar al pequeño. Pasa toda su vida en prisión o la pierde por una inyección letal. Me angustia cuando de vez en cuando la televisión exhibe reportajes donde las protagonistas son madres inconsolables. Unas de reciente pérdida y otras de años que no se les va la esperanza. Pero en México la policía no actúa como debiera. Simplemente recibe un reporte, a veces con dificultades y en medio de mucho papeleo. Envía fotos a los periódicos porque la televisión ya casi no se ocupa. Estoy seguro que si alguien sabe de estos robos son los propios agentes policíacos. No es posible ignorarlos o no investigar quién se dedique a combatir el delito. Por eso la sospecha muchas veces se dirige a los uniformados. Robar niños es más productivo que en mi infancia. Ahora los venden, desde recién nacidos y principalmente a parejas estadounidenses. Para eso tienen la complicidad de funcionarios extendiendo actas del registro civil o falsificándolas. Así legalizan, entre comillas, el parentesco y origen con los compradores de bebés o niños. Está como los secuestros. Sé que por lo menos se cometen de dos a tres diariamente en cada ciudad de nuestro país. Normalmente familiares de la víctima pagan inmediatamente para lograr la libertad y prefieren no reportar a la autoridad por temor a sufrir otro plagio. Y así nadie se entera. Sé que la gran mayoría son cometidos por agentes en ese doble y perverso papel donde tienen enormes ventajas. Afortunadamente y en las últimas semanas muchos fueron capturados. Pero he sabido por boca de veteranos judiciales que los secuestros aumentarán, hasta noviembre, porque muchos policías temen ser dados de baja al iniciarse el gobierno federal panista. “Habrá más y más secuestros”, pronosticaron mis informantes. Los agentes quieren asegurar una buena cantidad de dinero antes de quedar fuera de la nómina y sin esperanzas de un buen empleo. Tomado de la colección Conversaciones Privadas de Jesús Blancornelas, publicado el 15 de agosto de 2000.