Durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), que es con el que en términos de política exclusivamente, comparan más al gobierno de Enrique Peña Nieto, los gobernadores dejaban de serlo a interés y negociación del Presidente. Era el ejercicio del presidencialismo en su máxima expresión. Repetían la anécdota aquella del cacicazgo presidencial de inicios del siglo pasado, de cuando el mandatario nacional preguntaba la hora a cualquiera de sus colaboradores y la respuesta era: “La que usted diga, señor Presidente”, o lo ejemplificaban con la imagen de “En México no se mueve la hoja de un árbol sin que el Presidente lo autorice”. Hubo gobernadores que no llegaron a serlo después de haber ganado las elecciones. Los tiempos álgidos de una naciente manifestación para exigir democracia, llevaban al Presidente Salinas a anular elecciones y tumbar triunfos, cuando la organización de las elecciones no estaba en un Instituto Federal Electoral ciudadanizado, sino en la Secretaría de Gobernación. Otros gobernantes caían por sospechas de irregularidades o relaciones ilícitas. También hubo aquellos que salieron “dignamente” cuando los erradicaban de la tierra que habían ganado con votos y los empotraban en el gabinete del Gobierno Federal. Entonces no había ni Comisión Nacional de Gobernadores, ni tantos mandatarios de oposición, mucho menos representantes del PRD en los estados. Por eso el presidencialismo se ejercía en todos los estados, y el Distrito Federal, por entonces era una regencia que dependía de la Presidencia de la República y no una Jefatura que se definiera en las urnas. Ningún gobernador se le oponía al Presidente. Ernesto Ruffo Appel fue prietito en el arroz. Le tocó ser el primer mandatario estatal de oposición, y sus desencuentros con el Presidente Salinas fueron tan intensos como legendarios. Competían en democratizar y ciudadanizar parte de la estructura gubernamental. Salinas en la federación, Ruffo en Baja California. Pero después llegó Ernesto Zedillo a la Presidencia de la República y dejó a los gobernadores ir por su lado. Abrió la puerta a la democracia en las elecciones y fue sucedido por el primer Presidente emanado del Partido Acción Nacional, Vicente Fox. Entonces los gobernadores, igual de mayoría priista, ya sin Presidente que les obligara, les dominara o les reprimiera, formaron bloques. Primero los gobernadores del PRI, luego los del PAN y los del PRD, cada grupo para fortalecerse y, de paso, llevar algo a sus estados. Así nació la Comisión Nacional de Gobernadores (CONAGO). Y entonces llegó Enrique Peña Nieto -disculpen que pase de largo el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, pero en materia política y de presidencialismo poco hizo más allá de pasar de la institucionalidad a la colerización de las decisiones-; en esta nueva época del mismo PRI, Peña ha sido más prudente pero igual de efectivo cuando se trata de castigar. Para empezar y en tratándose de recursos, el federalismo presupuestal lo ejercen el Presidente, sus secretarios y sus delegados en los estados. Se acabó eso de dar dinero a los gobernadores para que se luzcan ellos. Ahora Peña reparte y etiqueta los dineros. A los gobernadores los manda llevar a la Ciudad de México cuando así le parece necesario para la foto de la unidad mexicana. Los atiende, pero no les da, se toma la foto con ellos, pero con pocos acuerda. Y el jueves 22 de octubre, cayó otro gobernador. El segundo en la administración de Enrique Peña Nieto. Y cayó básicamente por las mismas razones que cayó el primero. Por la inseguridad, el narcotráfico y la violencia en los estados que gobernaban. El primer gobernador en dejar de serlo era del PRI, este segundo llegó a la gubernatura postulado por el PRD y apoyado por el PAN, entre otros partidos. El primero en caer fue Fausto Vallejo en Michoacán, luego de que el Presidente ya tenía un enviado presidencial ejecutando decisiones y accionando programas en aquellas tierras. Vallejo justificó una enfermedad crónica que aun en el exilio político y con un hijo en prisión por relaciones ilícitas con el narcotraficante Servando Gómez “La Tuta”, lo mantiene con vida. En su lugar, “los diputados del Congreso de Michoacán” votaron al rector de una universidad. El segundo gobernador en caer fue más rápido y el contexto más contundente: la ingobernabilidad en Guerrero luego que entre el 26 y 27 de septiembre fueran asesinados, heridos y desaparecidos, más de 50 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa, en Iguala. Así cayó el jueves 23 de octubre, Ángel Heladio Aguirre, un priista que fue candidato del PRD y otros partidos al gobierno de Guerrero, y que en los últimos días de campaña, fue apoyado también por el Partido Acción Nacional. Pero la solicitud de licencia de Aguirre no era un tema que interesara solo al Presidente de la República, para aminorarle un poco la presión que en calles nacionales, medios y gobiernos del extranjero ha tenido ante la barbarie con los normalistas; también fue una petición de manifestantes en todo el país, de sectores sociales y muy pocos políticos. La responsabilidad de los hechos terribles en Iguala, Guerrero, ciertamente no es solo de Aguirre. Está el alcalde de Iguala en contubernio con el narcotráfico, y las fuerzas de inteligencia y política interior del Gobierno de la República, que no accionaron ante los focos rojos de la inestabilidad política y social a partir de la dupla gobierno-narcotráfico. Con Aguirre depuesto, corresponde al Congreso del Estado nombrar gobernador sustituto, y al gobierno de Enrique Peña, ejercer el estado de derecho en aquella tierra caliente, tan lastimada y herida por políticos, criminales y la mezcla de los dos. Cayó el segundo… y con ello se aclara el camino para el control de los gobernadores.