La presente colaboración es continuación de la anterior y forma parte de una serie de reflexiones vinculadas con la inseguridad que prevalece en nuestro estado y que este semanario ha tratado desde diferentes ángulos, a pesar de ser un tema que rehúyen la mayoría de los medios de información. En la edición anterior de este semanario y en el espacio que ocupa la columna “Sortilegioz”, escrita muy acertadamente por la Señora Adela Navarro, genera reflexiones preocupantes sobre lo que está ocurriendo en materia de inseguridad a nivel local y nacional, mientras que la sociedad se sume en la apatía, tal vez por miedo, o quizá desalentada al ver la actuación tan limitada de quienes son encargados de mantener el orden y la seguridad. Es fácil criticar la inactividad, satanizar la corrupción, abominar la impunidad, estigmatizar la ausencia de profesionalismo de los encargados de combatir la criminalidad, sin embargo, el poco respaldo social, la falta de recursos humanos y materiales, la percepción social de que estamos participando en una lucha inútil contra un monstruo de cien cabezas y la obligación de respetar estrictamente los Derechos Humanos, hacen de esta tarea un esfuerzo equiparable a los trabajos de Hércules. Por ello no es de extrañar que en diversos estados y municipios del país, la ciudadanía haya abdicado de su derecho a la paz y a la tranquilidad en favor de aquellos que han hecho del delito su profesión. Los llamados malosos vuelven a infiltrarse, y lo que es más grave, a participar en la vida cotidiana de nuestras ciudades y familias, sin que tomemos conciencia de que estas personas viven y se enriquecen a costa de la salud humana, que además destruye el tejido social, convirtiendo a las personas adictas al veneno con el que ellos trafican, en sujetos objeto sin esperanza en el futuro, y en muchos casos en malvivientes que no se detienen para dañar vidas y haciendas, de aquellos que todos los días con su esfuerzo tratan de llevar una vida ajena a la violencia que hoy prevalece en nuestro país, y particularmente en nuestro estado. Tan grave es el problema que se acepta hoy que existan gobiernos fallidos, en entidades políticas donde el derecho ha dejado de imperar para ceder su espacio a la ley de la selva, a la violencia física y moral, instrumento que permite establecer gobiernos de facto, donde impera la voluntad de quienes han aceptado profesar el delito como vocación, y que cierran los ojos para no tener que distinguir entre el bien y el mal. La violencia, se ha convertido en una pandemia, a grado tal que los niños y jóvenes se sirven de ella para divertirse. Infringir dolor se ha convertido en una forma de recreación. Los juegos electrónicos exaltan la capacidad de matar, mutilar, eliminar o simplemente hacer sufrir al prójimo. El pragmatismo, la filosofía del tener, el desinterés por el bienestar de los demás, la apatía frente al cumplimiento del derecho y la pérdida del sentido de la justicia, solapadamente o incluso de manera abierta, han venido dando vida a un monstruo que es ya prácticamente invencible. ¿Cómo es posible que un padre dé muerte a golpes a su pequeño hijo de tres años, que un joven a batazos dé muerte a quien pretende a su novia? Y todo ello sin asomo de culpa, sin búsqueda de perdón, en lugar del arrepentimiento prevalece la apatía moral o incluso el orgullo de ser capaces de destruir vidas ajenas; creer que cobijarse en el poder dinero, la influencia política, la protección policiaca, dignifica y exalta, en lugar de entender que conductas tuteladas por la influencia y aceptadas por la sociedad, son reflejo de incapacidad moral, que en ocasiones raya en la patología. Leer los diarios, escuchar y ver notas referidas a la violencia es ya una molestia que se suprime dando vuelta a la hoja o apagando el radio o la televisión, cuando debería ser una preocupación de todos los padres, de todos los ciudadanos, fortalecer los controles sociales formales e informales, policías, ministerio públicos, jueces, magistrados, penitenciaristas, deben dejar de ser parte de un aparato decorativo, sin rumbo histórico, sin metas en favor de la prevención del delito, la corrección y la reinserción humana. El derecho penal, como todo el derecho, fue creado para resolver conflictos, tutelar valores, pero sobre todo para permitir el orden y la seguridad; pero por más fuerza armada que tenga el Estado, el combate a la delincuencia no avanzará. Renovar el sistema penal es un imperativo, pero más importante es aún el cambio estructural, que implica el retorno a los valores de amor, justicia, honor, vida sana, dignidad, respeto, educación, etc. Ser utopista en estas épocas, esto es, buscador de un mundo mejor, no debe ser sinónimo de enajenación mental o de locura moral. Moro y Campanella, soñaron y actuaron para dotarnos de fines respaldados con un profundo contenido axiológico. Las políticas públicas no deben ser ajenas a la moral social. El referéndum, el plebiscito y la consulta pública, deben ser instrumentos que se usen permanentemente en la toma de decisiones políticas fundamentales, para que se logre acceder a una sociedad democrática. La ausencia de denuncia, el permanecer callados, frente a los hacedores de la violencia, implica renunciar a las expectativas de un mundo mejor. Dr. Arnoldo A. Castilla García. Correo: [email protected]