Sentía una amargura profunda en el corazón. Caminaba por la vida con una carga pesada. Siempre buscaba al culpable de mi desdicha. Todo me fastidiaba. Solo encontraba alegría en los elogios. De pronto dejé de sonreír. Pasó el tiempo y mi actitud empezó a generar críticas. Esclavo de las apariencias no tuve otra salida que fingir. Fingiendo estar alegre me la pasé mucho tiempo, tanto que ya ni me acuerdo. Por ese tiempo fue cuando supe de él. Ya me habían hablado de él desde niño, pero la verdad le tenía miedo. Siempre estaba rodeado de una multitud de amigos que impedían conocerlo. La gente decía que si lo tocabas, sanabas de cualquier enfermedad del corazón, pero primero tenías que ser su amigo para acercarte él. Para ese entonces me había gastado una fortuna en médicos del corazón y seguía sin sonreír. Una hemorragia de sufrimiento inundaba mi interior y no encontraba la salida. Desesperado, sin dinero y sin ser amigo de él, decidí acercarme sin que notaran mi presencia. Lentamente me escabullí entre sus amigos hasta que lo tuve de frente. Entonces lo toqué y sucedió el milagro, empecé a sonreír. Sin que notaran mi presencia me aparté, pero en eso volteó y empezó a preguntar quién lo había tocado. Se me detuvo el corazón. Uno de sus amigos le dijo que era la multitud que lo apretujaba, pero él insistía que alguien lo había tocado. Al verme descubierto no tuve otro remedio que confesar temblando. Me miró fijamente y me preguntó por qué lo había tocado. Le contesté que quería volver a sonreír. Esbozó una sonrisa y me dijo: sonríe. Y se alejó seguido del tumulto que lo apretujaba. Con una sonrisa en los labios, y sintiendo un gran alivio, decidí seguirlo. Y comprendí por qué tiene tantos amigos y por qué todos sonríen cuando lo escuchan. No me separé de él desde entonces y no he dejado de sonreír. José Antonio Cortés Guedea Correo: josecortes601@gmail.com
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