Elliot Ness era “el coco” de los mafiosos en Estados Unidos hace cincuenta y más de años. Inteligencia era su distintivo. Por eso se lanzaba a la batalla en momento y lugar indicados. Aparte era arrojado. Manejaba muy bien el revólver o la famosa ametralladora Thompson. Los de mi generación deben acordarse de su peliculesco cargador circular. Elliot se convirtió en personaje de la televisión. Rubio, siempre bien trajeado, sombrero de fieltro ala corta, chaleco, leontina con reloj tipo ferrocarrilero, zapato puntiagudo. Así personificaba el actor Robert Stack al famoso Ness. Media docena o más de actores protagonizaban a sus camaradas. Formaban un grupo especial. Se distinguían por su organización. Las versiones televisivas nos dejaban verlos siempre sin chaleco anti-balas que todavía no se usaban tanto como ahora. Hábiles para no ser blanco de los malosos. Muchos de los programas trataban sobre la persecución de los transportadores de licor controlados por los mafiosos. Entonces por existir la Ley Seca en Estados Unidos aquello era un negociazo. Normalmente el whiskey lo transportaban de Canadá o por barco desde otros países. También tenían sus refinerías clandestinas. Emocionaba ver las persecuciones en los autos Ford con unas delgadas llantas. Parecían zancudos. Con las portezuelas abriendo al contrario que hoy. Los camiones siempre de redilas, nunca cubiertos en la zona de carga. Siempre tapados con lona, pero igual de frágiles y sin mucha estabilidad. Entonces no había tráilers y por eso, sin motor potente eran fácilmente alcanzados. En el mismo lugar de la captura los policías vaciaban las barricas. A veces los disparos de la policía perforaban los recipientes. Eso provocaba incendios. También eran obligados los tiroteos en las persecuciones. De cuando en vez herían a uno o varios hombres de Ness. En cambio los pelafustanes eran alcanzados por balas mortales. Si les iba bien, terminaban en prisión. Filmada en Estados Unidos, la serie semanal fue de las primeras transmitidas en la televisión. Era semanal y doblada al español. Nada de títulos. La narrativa desde el inicio atrapaba como mordida de amores perros. La voz gruesa, pareja, no caía en sonsonete ni de repente se soltaba con gritería para resaltar hazañas o desgracias. En algunas ocasiones “Los Intocables” fueron atrapados por los malhechores. Normalmente los torturaban atándolos a una silla golpeándolos cara y cuerpo. A veces con un madero o a tubazos. Pero nunca salían perdidosos. Estoy seguro que a muchos chamacos o jóvenes de mi generación nos encantaba la serie. Lo mismo nos dio por jugar “a yo soy el policía y tú el ladrón” o, ya más grandes, a lucir tan bien vestidos como Elliot. Nunca vi en la serie que alguno de “Los Intocables” llegara con su jefe y le saliera con “…pues fíjese que no sé si me perdió mi pistola o me la robaron”. Tampoco vi que cuando se dirigían al armario para tomar las ametralladoras, no estuvieran en su lugar. Nadie las tocaba. Ya sé que eso no se vería en la pantallita o menos en la pantallota cuando exhibían los dramas del famoso FBI, la agencia federal de Estados Unidos. No me imagino en ficción ni realidad a estos detectives perdiendo las armas. Tampoco creería que los agentes se las robaran y tranquilamente se fueran a casa sin recibir regaño de los superiores. Pero increíble. Así sucedió. Conozco a un cumplido escolta de un compañero periodista. Debió dejar su ametralladora en la cajuela del auto. No podía llevarla a un acto público y bajo techo. Causaría admiración y hasta sustos. Solamente entró empistolado, discretamente cubierto por su chamarra. Pero mientras estaba en el recinto, los ladrones violaron la cerradura del vehículo estacionado y se llevaron el arma. A pesar de justificarlo ante sus jefes, se la cobraron como nueva y en dólares. Denunció el robo ante el Ministerio Público. Pero no lo investigaron. Como en la casa del herrero, el azadón es de palo. Me ha sorprendido ver en la televisión que al FBI se le perdieron 450 pistolas de sus detectives. Se supone que es una de las mejores policías del mundo. Para empezar, nadie asaltó las oficinas. Hubiera sido el colmo. Pero está confirmado. De las 450 armas, 184 fueron robadas cuando los detectives las dejaron en sus patrullas o al entrar los “cacos” a sus casas. Este par de hechos son increíbles. Los autos, aunque no están pintados como patrulla traen placa oficial. Y si alguien sabe dónde viven los policías son los malandrines. Lo más dramático de todo: Una de las pistolas robadas fue utilizada para cierto asesinato. Las pruebas de balística lo aclararon. Pero eso no es todo: La televisión dio a conocer que también se perdieron 185 computadoras portátiles. Nadie sabe dónde están. Ningún policía se puso a investigarlo, ni tampoco sus jefes les dieron orden de hacerlo. Naturalmente, todas las computadoras están programadas con datos valiosos. Huellas, nombres, antecedentes, domicilio de los delincuentes, mapas, documentos y más. Hasta hace unos días nadie se explicaba este desgarriate. Pero sí se ha pensado que los propios policías vendieron pistolas y computadoras. Y no precisamente a damas ancianas para cuidarse o a jóvenes apasionados de la cibernética. Cuando se supo todo esto, los ciudadanos estadounidenses se burlaron del FBI. La corporación se sumió irremediablemente en el desprestigio. En los tiempos de Elliot Ness se calculaba que el 90 por ciento de la población confiaban en su policía. Pero luego de las pistolas y computadoras desaparecidas, una encuesta de Gallup fue terrible: Ni siquiera el 40 por ciento de la población cree en ellos. Contrario a como sucedió en Tijuana con el escolta de mi compañero periodista, a los detectives estadounidenses del FBI no les cobraron un solo centavo por “perder” pistola y, o computadora. Para su fortuna, el Procurador General John Ashcroft quiso salvar la situación y cayó en el ridículo. Dijo a la prensa que armas y computadoras no han desaparecido. Simplemente no están localizables. La retórica del funcionario provocó mas enojo entre los ciudadanos. Como que les quiso jugar el dedo en la boca. Esto mismo podría decirse de los 39 cadáveres que nadie sabe dónde quedaron después de tenerlos en el Servicio Médico Forense de Tijuana. La tragedia no solamente es el extravío de cuerpos. Se ignoran sus nombres. Nadie lo sabe. Naturalmente la Policía Ministerial de Tijuana ni siquiera se tibió ante esta misteriosa desaparición. Ni por iniciativa propia, ni por orden de sus jefes. Indudablemente los cuerpos fueron enterrados. Pero me imagino: Originalmente, los tenían amontonados. La falta de identificación y espacio provocó esa inhumana situación. Seguramente para evitar la pestilencia de la descomposición los enterraron. Pero ahora no puede saberse quiénes eran. Me inclino a pensar en personas de otras ciudades. Pues en Tijuana no los han reclamado. En lo personal y con toda la fama que tienen, no les pediría a los policías del FBI que ayudaran a localizar los cadáveres de Tijuana. Lástima que ya no vive Elliot Ness y sus “Intocables” para llamarles a resolver este problema. Texto tomado de la colección “Conversaciones Privadas” de Jesús Blancornelas, publicado el 21 de agosto de 2001.