El Presidente de la República debió alzar los brazos para saludar a su campeón. Estaba en el balcón principal de Palacio Nacional, trajeado, sonriente. Me lo imagino emocionado. Ya tenía buen rato viendo el desfile del 20 de noviembre; era 1989. Abajo, rodeado en un hermoso convertible, sentado atrás y en medio el monarca Julio César Chávez. Seguramente saludó con mucho entusiasmo a su presidente, a su amigo, a su apoyo. Aquel 20 de noviembre de 1989, Julio César estaba alegre, contrario a como siempre aparecía en su esquina entre asalto y asalto: como una pantera, silencioso, mirada fija, mandíbulas apretadas, atento a todo movimiento, tan determinante como certero y por eso efectivo. Cuando peleaba me daba la impresión de estar “pelando” una naranja; quitaba la cáscara, luego se iba comiendo gajo por gajo hasta la satisfacción del nocaut. O como un leñador: manejando fuertemente el hacha, dejando caer el acero sobre el madero hasta que el árbol, herido en su tronco, se caía solo. El presidente Salinas de Gortari estaba encantado con las victorias de Julio César; por eso el monarca era recibido en Los Pinos tantas veces y como nunca antes deportista alguno. Julio César debió alzar su mano derecha para saludar al presidente con el mismo regocijo con que la levantaba en el centro del cuadrilátero en señal de victoria. Casi nadie se fijó quién acompañaba al campeón; me imagino que a pocos debió interesarles; todos tenían la mirada puesta en la figura recia del monarca; no había mucha oportunidad de verlo en persona; siempre en la televisión peleando, o en las entrevistas con Jacobo Zabludovsky. Pero uno de sus acompañantes era de los más buscados por la policía en el país y el extranjero: Francisco Rafael Arellano Félix, dueño de discotecas en Mazatlán, dinero de sobra por obra y gracia del narcotráfico, hermano de los hombres más crueles de los últimos años. De sus bocas salieron órdenes para asesinar a cientos y cientos de cristianos. El otro acompañante de Chávez era muy conocido en Tijuana: Ángel Gutiérrez, excelente karateca, apuesto, con tipo de artista. Aparecía oficialmente como representante del monarca; es más, varias veces estuvo atendiéndolo en la esquina del cuadrilátero. No era de adorno; sabía bien qué y cómo hacer. Pero era de los hombres fuertes también del cártel Arellano Félix. Allí estaba al lado de Julio César, tan tranquilo; quién lo viera. Agentes federales le capturaron tratando de cruzar a Estados Unidos varios kilos de cocaína. Y en ese noviembre de 1989, apenas meses atrás se escurrió de la chirona gringa. Se regresó a territorio mexicano. Allí estaba, al lado del campeón. Gozaron el momento. Imagínese, lo máximo, ni siquiera se lo esperaban; son momentos que jamás volverán. Julio César perdió fuerza y fama, Francisco está prisionero y Ángel fue ejecutado en Cancún. (Con datos tomados de la declaración de Alejandro Hodoyán Palacios ante el Ministerio Público Federal en 1997). “Clave Privada” Existe una simpática declaración ministerial en los archivos de la PGR: Ramón Arellano Félix regaló un autobús bien pintadito, acondicionado, llantas en perfecto estado; excelente motor y “derechito”, nada de “chocolate”. Súper alegre lo recibió sin peros cada músico de La Banda El Chante: jamás supusieron tal dicha; estaban muy bien en Sinaloa; y seguramente, con muchos de sus colegas, fantaseando con grandes actuaciones y billete verde. Cuando los llamaron, primero para actuar en Tijuana, debieron ponerse tan alegres como recién casados en luna de miel y con los gastos pagados. Viajarían a Tijuana, se treparon con todo y sus voluminosos instrumentos al democrático autobús comercial, se sintieron seguramente como Colón a punto de pisar tierra americana. Supusieron que “darían dos o tres tocadas” y regresarían, pero les dieron la grandiosa noticia del autobús nuevo y se quedaron un mes. Los trataron de maravilla y no les hizo falta nada; eso sí, tocaron hasta el cansancio del oyente: puritito corrido sinaloense, tamborazo alegre, platillazo como chispazo de alegría. Sabían que a los Arellano les gustaban otras bandas que siempre cantaban sus hazañas, pero se sintieron los reyes del mundo con la preferencia. En la declaración ministerial quedó escrito: Ramón pedía mucho “Clave Privada” y “La Cheyenne”. Tomado de la Colección “Conversaciones Privadas” de Jesús Blancornelas; páginas 121-123.