Las impresionantes imágenes de una columna de los autonombrados “policías comunitarios” entrando con armas de alto poder al centro de Chilpancingo son una señal de alerta para la convivencia nacional y –en el largo plazo– para la solidez del Estado mexicano. Lo alarmante no es solo que esta marcha se proyectara como un ejército conquistador penetrando una ciudad derrotada o que su objetivo fuera por demás arbitrario (liberar a un “policía” comunitario arrestado por portar un arma de fuego de uso exclusivo del ejército y por golpear policías genuinos). Lo más grave es que lograron su objetivo con estos métodos ilegales y con el apoyo de maestros belicosos que abiertamente han desafiado a la autoridad, pues ya se ha conformado una alianza entre “policías comunitarios” y grupos magisteriales que se oponen a la reforma educativa. Esta situación tampoco puede considerarse una anomalía. Prácticamente todos los espacios físicos y sociales del país padecen alguna de las formas de la violencia. Abrir un periódico estos días significa ser apesumbrado por el sostenido número de asesinatos en todas las regiones del país, mal llamados “ejecuciones”, o leer la infinidad de agresiones que van desde la violencia verbal hasta los intentos de asesinato, siendo uno de los más significativos el atentado contra los legisladores David y Ricardo Monreal, frustrado por el gobierno federal. Los actos de violencia, pues, no son extraordinarios sino que ya forman parte de nuestra cotidianidad y reflejan que en nuestra misma sociedad hay rasgos de intolerancia. Queda claro que en muchas ocasiones los mismos gobernantes propician esta situación al recompensar a los violentos. Como en el caso de Guerrero: si exhibiendo armas y marchando de manera ilegal un grupo de ciudadanos obtiene la libertad de uno de los suyos, es claro que se les está incentivando ese comportamiento. Pero también es necesario señalar que no todo es responsabilidad de la autoridad. Como sociedad tenemos una tarea largamente diferida: la de crear una cultura que verdaderamente haga honor a la palabra empeñada, que acepte el diálogo con el diferente no como una debilidad sino como una fortaleza, que sea plural en los hechos y no solo en el discurso. Desde la misma educación escolar tenemos que formar a nuestros niños y jóvenes en resolución pacífica de conflictos y la tolerancia, lo cual no lo lograremos solamente en las aulas si en la calle tienen el ejemplo de hombres armados marchando ilegalmente. En lo cívico podemos comenzar por construir una nueva cultura política que no necesite de firmas para acordar, sino que haga de la convivencia armónica entre los diferentes su esencia misma, que no condene como “traidores” a quienes son capaces de dialogar constructivamente, sino que reconozca su generosidad democrática. Porque hay cambios trascedentes que podrán instrumentarse con reformas estructurales en lo legislativo, pero lo que más necesita nuestro país es un clima de paz. Y eso únicamente lo conseguiremos optando por la concordia, el respeto y el acuerdo, es decir, por todo lo que representa la concertación. El autor fue Presidente del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Acción Nacional y diputado federal en la LVIII Legislatura. Correo: manuespino@hotmail.com www.twitter.com/ManuelEspino