Había una vez una señora tan gorda, tan gorda, pero tan gorda, que su ángel de la guarda tenía que dormir en otro cuarto. Había una vez un hombre tan tacaño, pero tan tacaño, que cuando veía la misa los domingos por la televisión, la apagaba cuando llegaba la parte de las ofrendas. Había una vez un hombre tan viejo, pero tan viejo, que vio el arcoíris en blanco y negro. Había una vez un señor tan flojo, tan flojo, que soñó que estaba trabajando y amaneció cansado. Había una vez un hombre tan pequeño, tan pequeño, que en vez de viajar en metro, viajaba en centímetro. Había una vez un ratero, tan, pero tan tonto, que cuando robaba una tienda, se llevaba los maniquíes para no dejar testigos. Había una vez un hombre, tan feo, tan feo, que lo contrataron para quitar el hipo. Había una vez un hombre tan pequeño, que se subió encima de una canica y dijo: “¡El mundo es mío!”. Había una vez un muchacho tan tonto, pero tan tonto, que un día se quedó encerrado en un supermercado y se murió de hambre. Había una mujer tan, tan gorda, que para darle el abrazo de año nuevo tenían que empezar desde septiembre. Había una vez una ciudad tan seca, pero tan seca, que las vacas daban leche en polvo. Había una vez un perro tan inteligente, tan inteligente, que cuando le gritaban “¡ataque!”, se tiraba al piso y le daban convulsiones. Había una vez un hombre tan, pero tan optimista, que cuando le dio un infarto dijo que era una corazonada. Había una mujer tan gorda, pero tan gorda, que cuando se caía de la cama, se caía de los dos lados. Había una vez una mujer tan gorda, pero tan gorda, que cuando se ponía tacones sacaba petróleo. Había una vez un hombre tan flaco, pero tan flaco, que limpiaba mangueras por dentro. Había una vez un tipo que tenía tan mala suerte, que montó un circo y le crecieron los enanos.