Mi nombre es Carmen pero todos me conocen como “La Polla”. Sabrán que he tenido una vida bastante peculiar, algo distinta a la que muchos tradicionalmente se imaginan. Mi paso por la vida me ha llenado de enormes satisfacciones e incontables alegrías aunque ello no implica que mi vida haya estado libre de sus instantes turbulentos. Hube probado y hecho de todo en mi corto tiempo disponible de vida. Desde chiquita siempre fui, como dirían los chavos, muy alivianada. Siempre fui amiguera, curiosa, decidida e impulsiva a mas no poder. No por nada me llamaban la tremenda de Carmencita. ¿Y qué tan tremenda era yo en realidad? Pues con decirles que un día me robé las llaves del carro de mi mamá, me fui a dar una vueltecita a la cuadra ¡y terminé en un poste! De más está decir que acabé con la más épica regañiza de mi infancia. Será que apenas tenía edad para andar en bicicleta y patines. ¿De dónde me habrán salido semejantes bríos de escuincla? Sospecho que soy resultado de una mezcla explosiva de genes opuestos de mis padres. Mi padre, en paz descanse, ingeniero de profesión, era un hombre cultivado, tan sobrio como disciplinario. Era un hombre de ideas algo peculiares sobre la crianza de sus cinco hijos. Tan peculiares resultaban sus ideas que de hecho recuerdo la vez en que me subió a un avión y me dejó en un internado en Canadá. Yo era apenas una niña preadolescente en esa época. Bien, al menos mi papá tuvo la sensatez de hacer que me acompañara mi hermanito menor quien estaba peor de asustado que yo. ¡Vaya par de críos! Ya se imaginarán cómo sufrí solo de pensar que mi papá nos abandonaba en aquel lugar extraño, frío y desconocido. Aquello fue a lo menos, un drástico empujón hacia la madurez, una madurez que no le tocaba manejar a ninguna chamaca de mi edad. Parecería un acto demasiado drástico para cualquier padre pero era una época diferente, otras formas de educar. A decir verdad, siempre fue así de ocurrente nuestro querido papá y así lo aceptamos. ¡Ah!, qué mi papá… ¡cero lloriqueos! Parecía ser su lema predilecto. ¡Aprendan a valerse solos en el mundo! No dudo que ese y algunos otros hechos atípicos de mi infancia, afectaron mi comportamiento cuando llegué a ser adolescente, volviéndome más rebelde y temeraria que la típica chica de la cuadra. Aquella dura experiencia en el internado, como esperaba mi papá, forjó dentro de mí un espíritu libre, independiente y tenaz con el que logré, mal que bien, todo lo que me propuse hacer, aunque fuera algunas veces prohibido. Heredé algunas otras extravagancias de mis locuaces progenitores. Mi querida mamá, en paz descanse, era bohemia, muy afín a los juegos de azar, al pokarito, a las pachangas y gustaba de sus dosis regulares de tequilita. No niego que desarrollé su gusto por el reventón y la vida nocturna lo cual me traería tarde que temprano algunas broncas, algunas más serias que otras, ¿pero qué querían? Yo era una chica en busca de diversión extrema en la época del sexo, drogas y rock & roll. Me gustaba experimentar ¡y vaya que lo hice! Con ese carácter, me acostumbré a desoír las advertencias y los consejos asumiendo riesgos innecesarios, pero de algún modo pude sortear los altibajos de mi existencia juvenil. Como a todos, ahora veo que Dios me hubo mandado varias pruebas de las cuales pude salir avante la mayoría de las veces. En algún momento acepto que me equivoqué de rumbo, que no tracé los límites y mis excesos me llevaron a terrenos peligrosos donde puse en riesgo mi salud, incluso mi libertad. Como todos los jóvenes, asumes que la juventud durará para siempre, que la vejez jamás te alcanzará. Que eres invencible. Pero mi hermano Ale, en paz descanse, decía que la vida siempre se cobra la factura de nuestros excesos de juventud. Y heme aquí, con seis décadas de existencia, con la juventud que un día reflejé y que hoy solo veo entre mis recuerdos, todo mientras voy lidiando con los achaques propios de la edad que me toca vivir. Continuará… Pseudónimo Toraijin Arendori Correo: atoartfilosografic@hotmail.com