Azul encamisado. Rojo encorbatado. Peinado conservador, el mismo de casi toda la vida. La media sonrisa dejando a la vista los colmillos resaltones. Los apenas gruesos lentes mostrando sus ojos más chicos del tamaño natural. Medio despatarrado y sentado a la cabecera de su casi rústica, rectangular mesa de acuerdos. Cerquita y paralela, a metro y medio más o menos, una bien ordenada estantería de libros viejos, nuevos y no, pero sí de muy escogidos temas políticos e históricos abarcando solamente una pared, la más extensa de aquel salón. Sobre la repisa de la microbiblioteca nuestra Bandera Nacional en miniatura, la foto de su esposa e hijos y más grande, pero también más antigua, la de su señor padre militarmente uniformado. A la contracabecera, muy cerquita y en un clóset el teléfono rojo de La Red. Aquella como todas las mañanas le pegaba directa la luz del día al aparato. Antes, el esplendor aterrizaba en la barnizada y limpia superficie de la mesona para luego desparramarse, encharcar de mediana claridad todo el salón y crear un ambiente brumoso como el de las iglesias. Allí estaba él, y a sus espaldas la única ventana por donde entraba ese resplandor. Para más señas, el calendario marcaba: 22 de marzo de 1993. Era la tercera vez desde cinco años atrás que nos reuníamos. Una vez a promoción de Miguel de la Madrid en un hotel de Polanco ya electo Carlos Salinas de Gortari. Otra cuando ya despachaba como Regente del Distrito Federal y ese 22 de marzo en la casona de altos techos y frías, blancas paredes de las calles sureñas defeñas de Observatorio. Manuel Camacho Solís me recibió como el otro par de ocasiones: Ni prólogo, ni aperitivo rollero, ni “¿cómo-está-el hombre?-dichosos-los-ojos” o “¿qué-cuentan-nuestros-amigos-de-Baja California?”. Nada de eso. Como dicen por allí, a lo que te truje y punto. Le interesaba qué opinaba sobre cinco hechos: Uno, el plebiscito defeño del día anterior. Dos, si el Gobernador panista Ernesto Ruffo se lanzaría como candidato a la Presidencia. Tres, el papel del PRI como oposición en Baja California. Cuatro, cómo estaba actuando el PAN y cinco, qué opinaban los bajacalifornianos de Salinas. Cuando escuchó mis comentarios apuntó en unos tarjetones. Inclusive llegó el momento cuando advirtió: “Por favor, espérese, espérese” para dar tiempo a capturar con escritura lo que escuchaba. Lo vi otra vez en la misma casa pero no el mismo lugar. Era un cuarto al lado del salón donde solo había una mesa redonda. Camacho apareció medio acelerado. Me dio la impresión como que se le estaba calentando el motor y le faltaba agua al radiador. Pero impetuoso se convirtió en una sola pieza para escuchar la respuesta a su pregunta. Aquella fue una tarde cuando la granizada sorpresiva y poderosa abrió el larguialto ventanal. Los canicones congelados rebotaron sobre el piso para llegar hasta nuestros pies. Camacho ni siquiera se movió. Hasta que de plano viento y ruido le molestaron se paró frente al antiguo ventanal y antes de cerrarlo recibió los impactos sin sobresalto ni cubrirse. Sacudiéndose saco, pantalón y zapatos mojados retomó el asiento y me preguntó: “¿Así es que Usted calcula que Yucatán se pondrá difícil y que perderemos Guanajuato? Cuando le dije que sí porque recién regresé de esos Estados me sugirió que ojalá pudiera darme una vueltecita por San Luis Potosí y por Sonora. “Sobre todo por Sonora. Sonora me interesa mucho”. La siguiente vez que lo vi fue en octubre del 93 y estaba nuevamente en el salón. Preferí llevarle mis opiniones por escrito. Cuando tomó el folder me dio la impresión de un actor aprendiendo el guión. Absorbiendo todo como si fuera esponja. Luego levantó el telón para los comentarios. Escuchaba atento. Su axila derecha se recargaba sobre la mesa en una pérdida de compostura obligada por la atención y no por la inurbanidad. Su brazo en triángulo remataba con el puño cerrado sobre la mejilla. Atento. Muy atento. De pronto agarró un tarjetón. Destapó su plumón negro, igualito de marca y estilo al que de azul usaba Salinas y al café de Luis Donaldo. Entonces dibujó un mapa de la República Mexicana, pero tan mal y tan feo, así como para que lo reprobaran si estuviera en cuarto año de primaria. Cuando terminó me preguntó secamente: “A ver… dígame Usted, ¿por dónde cree que debemos iniciar la campaña para la Presidencia?”. Me quedé pasmado. Lo único que hice fue llevarme la taza de café a los labios, pensando que se me iba a caer la quijada al oír aquella indiscreción. No es que en ese momento fuera un inocente. Pero una cosa era oír en la calle que Camacho estaba entre los presidenciables y otra que Camacho lo dijera como si ya fuera. Tampoco estaba pecando yo de ignorante, pero es que en privado no cualquier precandidato a la Presidencia se desencapucha frente a un periodista. Y no cualquier periodista ve y escucha a un precandidato desencapucharse a solas. ¡Carajo!, pensé, en este país cualquier Secretario puede aspirar a la sucesión porque es la costumbre, pero aquella mañana Camacho no aspiraba a. Se sentía como. Por eso me preguntó muy seriamente donde creía que debía iniciar su campaña. Y lo preguntó derecho. Sin rebuscamientos. Dejó caer la interrogación como si fuera plomada de albañil, de arriba para abajo. Sin torceduras. Se me ocurrió decirle que si los dos extremos de la República estaban en manos del PAN, debía iniciar su campaña en Baja California y de allí viajar el mismo día a Yucatán. “¿Y por qué no Guanajuato?” respondió con esa pregunta Camacho. “Bueno, le dije, es que otros candidatos ya la empezaron por allí. Aparte Guanajuato tiene un ángulo muy importante: El PAN conservará el poder. A Fox no le ganan. Le expliqué que recién visité ese Estado y era clarísimo: Porfirio no era motivo para que Vicente pidiera un par de aspirinas. Y antes de que siguiera dándole mi razón explicó palabras más, palabras menos: “Bueno, en realidad a mí me gustaría Guanajuato porque allí nació mi padre y yo lo quería mucho. Luego a Yucatán y de allí a Chiapas”. Me quedé viéndolo en tanto hablaba. Sentíase y uno lo sentía como el seguro candidato presidencial. Estaba tan definido que si hubiera sido un embarazo ni ultrasonido se necesitaría para saber el sexo. Camacho llevaba el terremoto por dentro y no hacía falta alarma sísmica para prevenirlo. Sentí los efectos, trepidatorios y oscilatorios. Todo estaba tan claro como un poema de Octavio Paz. No tenía las dudas a qué pudiera enfrentarse un arquitecto para diseñar un urinario unisex. No. Estaba clarísimo. Tan clarísimo como la diferencia entre un defeño y un sonorense. Cualquiera que oyera a Camacho diría que Salinas ya le había dicho que sí. Que él sería el candidato. Por eso y enseguida ya no me extrañó tanto cuando con toda compostura me dijo más o menos: “Ahora vamos a ver… ¿para Usted cuáles son los Estados electoralmente más difíciles?”. Y él mismo lo fue anotando: Nuevo León, Tamaulipas, Jalisco, Yucatán, San Luis Potosí, Guanajuato, Estado de México, Distrito Federal y Veracruz. Recuerdo hoy aquellos días a propósito de lo que ahora está viviendo Francisco Labastida Ochoa. Nada más. Tomado de la colección “Conversaciones Privadas” y publicado el 1 de junio de 1999, de Jesús Blancornelas.