Para hablar de la muerte –creo yo– se necesita mucho tacto y poco sentimentalismo, actitudes de las que tal vez carezco, pero aún así, me atrevo a intentar compartir mi filosofía acerca de lo que llamaría la única realidad inevitable del hombre y de todo lo que tiene la chispa de la vida. Viéndola desde el punto de vista biológico, la muerte es en sí –al igual que el nacimiento– algo perfectamente natural. La primera, cuando llega en una edad avanzada, permite que el cuerpo que va dejando poco a poco de cumplir sus funciones esenciales, descanse. Lo segundo permite que la especie no se extinga y le da la oportunidad a nuevos seres de experimentar este maravilloso milagro que es la vida. Hasta ahí todo está muy claro y pareciera no haber absolutamente nada de qué asombrarse, pero desgraciadamente los humanos –en su mayoría– no aceptamos tal cosa sin sentir cierta impotencia. Y esto es todavía más sencillo de entender si echamos un vistazo a lo que existe dentro de cada “Yo”, dentro de casi todos nosotros: Un deseo de inmortalidad, de trascendencia y cierto egoísmo que no quiere dejar escapar lo que tiene, que no quiere perder la oportunidad de seguir pensando, de seguir sintiendo, de seguir soñando –en una palabra– de seguir viviendo. Y por otro lado, tal vez lo más doloroso e inaceptable es cuando la muerte nos arrebata inesperadamente a los seres que amamos, ya sean padres, hijos, esposos o amigos; este sí que es un trago amargo, porque hay que morir en vida un poco con cada uno, que se lleva consigo una parte de nosotros que no vuelve, que también se entierra y que nos espera quizá en otro lugar que ningún ser viviente conoce a ciencia cierta. En resumidas cuentas es mejor no hablar de muerte, es mejor vivir tranquilos y esperar lo que venga, que tal vez no sea malo, ni sea el fin, ni nos duela, ya que solo Dios sabe si eso que es tan temido, nos revele al final que la vida y la muerte –en lugar de lo opuesto– son el mismo camino. Silvia Elena Amaral Torres Correo: silvia_amaral@yahoo.com
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