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lunes, febrero 26, 2024
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El Premio

El Occidental de Guadalajara era una de las cerezas en el pastel del Coronel don José García Valseca. Creo que tenía más afecto por el ESTO y El Sol de Puebla. No sé si como en todos los edificios de sus periódicos el señor tenía recámara especial, pero dos que tres veces y nada más desde la puerta, vi la de El Sol de San Luis. Era como una suite del mejor hotel. Doña María, una mujerona canosa, morena, sencilla, amable y siempre de falda larga con delantal, era la encargada de limpiar todos los días aquella estancia.

El Coronel, que era de baja estatura y pronunciado vientre, jamás nos saludaba cuando entraba o salía. Siempre trajeado, a veces lucía polainas y corbatita de moño. No le faltaban jamás bastón y sombrero tipo magnate, aunque casi nunca se lo ponía con todo y ser poseedor de una calva extraordinaria. A veces ni siquiera sabíamos de su estancia. Lo mismo llegaba en su autobús especial todo pintado de gris o en el vagón del ferrocarril especialmente acondicionado como “El Olivo”, aquel usado por los presidentes de la República cuando no se subían a los aviones. Que yo supiera, el Coronel nunca escribió. Entonces se estilaba que el director tecleara nada más el editorial. Era lo máximo. Pero contrario al personaje de Gabriel García Márquez, este Coronel sí tenía quien le escribiera.


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Total. Una vez nada más entré a El Occidental de Guadalajara y salí –como dice la canción– para nunca más volver. Es que los reporteros del ESTO nos habíamos acostumbrado a ser muy bien recibidos cuando llegábamos a todos los periódicos de la cadena García Valseca. Andábamos reseñando la vuelta ciclista. A mí me tocó la novena edición en 1957 y formé parte del equipo con David Molano de Veracruz, Rafael Baldwin y Serafín Vázquez del Distrito Federal. Con los fotógrafos Ornelas de Guadalajara, Gabino Reyes de Guanajuato y Mejía del Distrito Federal. Nos capitaneaba el gran cronista deportivo don Daniel Molina. Y entonces el inteligente español don Antonio Huerta era el director del ESTO.

En una de las etapas, con nosotros a su lado, en medio y atrás del pelotón, los ciclistas salieron de San Juan de Los Lagos y llegaron un día de diciembre del 57 a Guadalajara. Kilómetros antes de la meta había un gentío. Entonces fax ni telefax. Debíamos escribir lo más rápido posible y en un aeroplano especial, amarillo, de un motor y para cuatro pasajeros incluido el piloto, llevaban en un costal de marinero gringo nuestras notas, rollos de fotografía y material de televisión a la Ciudad de México. Por eso lo primero que hacíamos al llegar a una etapa, antes de comer o bañarnos era localizar El Sol de la localidad. En todos esos periódicos la instrucción superior fue dejarnos libre la redacción. Así, según íbamos llegando escogíamos más que lugar, buena máquina de escribir.

Hubo algunos diarios donde en cada escritorio nos pusieron un sándwich, soda y cigarros. En otros una mesa con botanas y nada, de plano nada, en los periódicos más modestos. Pero a cambio sobró calidez y deseos de servir… pero en Guadalajara. La redacción era amplia y los escritorios bonitos. A primera vista no hacía falta escoger máquina. Todas se veían muy bien y era buena señal. Lo malo fue cuando empezamos a teclear. Cada máquina se atoró a la mitad del renglón. Sus habituales usuarios les pusieron candado y se fueron obedeciendo las instrucciones: Redacción libre. El seguro en las máquinas fue como la falla de un fusible en el Apollo XIII cuando viajó a la Luna. Lo primero que nos sucedió casi a todos fue soltar, como estallido, las mentadas. Luego protagonizamos un corredero para retomar el auto que cada uno utilizábamos, pero los choferes sabiendo que nos tardaríamos se fueron como de costumbre a comer y nos quedamos igualito que una botella de Coca Cola en el desierto: Vacía.


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Unos parando automovilistas y otros en taxi nos fuimos al hotel asignado con toda oportunidad. Siempre que llegábamos a nuestras habitaciones ya estaba allí el equipaje y máquinas portátiles por si en alguna ciudad no había “sol”. Pero también los choferes comisionados para transportar nuestras cosas de viaje, sabían que todo estaría correcto si llegaban unas dos horas después de arribar los ciclistas a la meta, pensando que en El Occidental tendríamos todo. Por eso encontramos vacías las habitaciones. Vino una nueva tanda de mentadas y otro corredero: Nos lanzamos desesperados a ganar las máquinas del hotel, a pedir las de algunos negocios cercanos o tomar por asalto las oficinas de la presidencia municipal o el Gobierno. Por eso nunca quise volver a El Occidental a pesar de las varias veces que estuve en la hermosa ciudad tapatía.

En 1995 fui a la Universidad de Guadalajara y aproveché para visitar Siglo 21, el periódico tan nuevo como afamado. Confirmé la calidad de la publicación, calidez y capacidad del personal. Lo dirigía el maestro Jorge Zepeda con tanto tino, que años después prefirió retirarse del mando cuando los dueños quisieron torcer la independencia editorial por unos cuantos millones de pesos. Tan fácil como bajarse de un avión para subirse a otro, Jorge creó Público con más éxito. En pocos años Zepeda brilló en el mundo periodístico. Se le respeta. Primero con Siglo 21 y luego con Público rebasó a El Occidental. Me gustó mucho la cobertura de la explosión en Guadalajara y luego la narración, con hechos, de cómo el narcotráfico se acercó a un familiar del Presidente de la República. En medio de un diarismo tradicional, Jorge caminó siempre con jóvenes comunicólogos revolucionando el periodismo hasta el punto de que algunos Lectores se escandalizaron y otros le dieron la bienvenida a la nueva oleada informativa. Cuando se camina en el extranjero, los colegas norteamericanos y latinos siempre preguntan por esos periódicos y ese periodista.

Público fue una calcomanía de Siglo 21 no nada más en el diseño. Casi el mismo personal salió de uno para entrar a otro. Pero exitosos ambos bajo la dirección de Jorge. Por eso me dio mucho gusto cuando me enteré: La Universidad de Columbia en Nueva York decidió otorgarle el famoso premio “Maria Moors Cabot”, que viene siendo algo así como el “Pulitzer” para los que no somos norteamericanos. Se lo entregarán un 26 de septiembre y sería muy dichoso para mí acompañarlo por dos motivos: Porque gozo de su amistad y porque es mexicano. Ojalá.

Jamás pensé que ese premio se significaría en dos extremos de mi vida: Hace más de 40 años cuando se lo concedieron al excelente cartonista Antonio Arias Bernal, nuestro inolvidable “Brigadier”, amo y señor de las portadas primero en Hoy y luego en Siempre hasta su muerte. Me lo presentó don Paco Martínez de la Vega cuando era Gobernador en San Luis Potosí. Y ahora pasados esos 40 años, el premio es para Jorge Zepeda con quien me une la profesión y la fraternidad. Lo curioso es que, entre uno y otro, el Premio Nacional de Periodismo en México fue concedido más por desaciertos que aciertos. Más por conveniencia que por méritos. Y con dinero del Gobierno los jueces del premio también son parte.

Por eso Julio Scherer sí aceptó en 1971 el “María Moors Cabot” y rechazó el Nacional de Periodismo. Por eso no se lo dieron a Zepeda. Por eso Alejandro Junco de El Norte y Reforma recibió el galardón norteamericano y no le han otorgado ni aceptaría el mexicano.

 

Escrito tomado de la colección “Dobleplana” y publicado por última vez el 29 de julio de 2007.

Autor(a)

Redacción Zeta
Redacción Zeta
Redacción de www.zetatijuana.com
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